“Una vida sin pantallas” Impacto de la tecnología en nuestra salud (23)

Al cabo del tiempo y en un escalón bastante alto de los avances tecnológicos, nos enteramos de que una vida sin pantallas mejora la salud mental.

Pantallas son los teléfonos móviles, los televisores, los monitores de los ordenadores, de las consolas, de las tabletas, del coche, de los relojes y pulseras y, en general, de todos los artilugios inteligentes que nos rodean y de los que nos rodeamos, en teoría, para tener una vida más fácil, pero, en ciertas realidades, para echar a perder muchas de nuestras habilidades y funcionalidades y, sobre todo, muchos de nuestros recursos para comunicarnos entre nosotros.

Sin pantallas, quizá solucionaríamos el problema de esa generación que no es capaz de concentrarse más de un cuarto de hora, porque precisa imperativamente mirar el móvil.

Sin pantallas, quizá recuperaríamos los recuerdos que hemos perdido por no prestar toda la atención a lo que sucede a nuestro alrededor e, incluso, aquellos recuerdos de vivencias reales que se mezclaron con las que nos llegaban del otro lado de la pantalla y que ya no sabemos cuáles son nuestras y cuáles son ajenas.

Sin pantallas, podríamos recuperar nuestra inteligencia mental y manual, esa que ha venido formando tecnemas en nuestro cerebro durante milenios, para permitirnos fabricar cosas y que ahora va perdiendo habilidades porque la tecnología nos lo da todo hecho.

Sin pantallas, podríamos contemplar el avance del mundo real sin encontrarlo demasiado lento, comparado con el que transcurre al otro lado de la pantalla.

Sin pantallas, podríamos recuperar el sueño normal, ese que llega como descanso merecido tras una jornada laboriosa y no precisaríamos somníferos ni tranquilizantes, porque cuando nos acostamos mirando el teléfono por última vez para ver si hay un nuevo mensaje, estamos enviando a nuestro cerebro la señal de mantenerse en vela y vigilar la llegada de nuevos mensajes.

Sin pantallas, buscaríamos relaciones de tú a tú con otras personas similares o diferentes a nosotros y conversaríamos sobre intimidades o sobre realidades de nuestros mundos y de nuestras vidas, sin necesitar la aquiescencia de otros desconocidos, sin modificar nuestro aspecto virtual interno ni externo, sin caer en el amor digital sin carne ni sufrir la infidelidad virtual ni el cibercoqueteo que ha terminado con más de una relación auténtica.

Sin pantallas, nos iríamos de vacaciones al mar, al monte o a hacer turismo y disfrutaríamos minuto a minuto del descanso, del paisaje o de la cultura, sin necesidad de pararnos a fotografiar, a grabar vídeos y audios y sin detenernos a enviar mensaje tras mensaje para, después, volver a detenernos a comprobar el resultado de nuestros mensajes, uno por uno y para uno de los destinatarios.

Sin pantallas, nuestros niños activarían sus pequeños cerebros al escribir a mano y harían progresar especialmente las neuronas del área de la lectura, porque escribir a mano pone en marcha muchas más zonas cerebrales que las necesarias para escribir con el teclado.

Además, sin pantallas, nuestros hijos establecerían lazos afectivos más sólidos, porque el apego se forma con el tacto, la voz y la mirada.

Sin pantallas, volveríamos al siglo XIX. Todo tiene su precio.

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