De entre las muy variadas y floridas patologías que han afectado a numerosos personajes a lo largo de la historia, la más bella es, sin duda, la locura de amor, un mal que, en la literatura, ha generado gran cantidad de textos en verso o en prosa.
La medicina antigua
Desde antiguo, los médicos de todas las culturas buscaron explicaciones físicas, fisiológicas y psicológicas para la temible enfermedad del amor que tantos estragos ha causado a la sociedad y, sobre todo, a las testas coronadas de todos los tiempos.
La medicina antigua la situó entre la melancolía, la histeria y la hipocondría. En la clínica de nuestros días, se puede encontrar entre los recovecos y sintomatología obsesiva de la depresión. Y también siguiendo los criterios del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, entre los trastornos de la adaptación y del estado de ánimo.
La primera noticia que tenemos de un diagnóstico médico del mal de amor como enfermedad data del siglo III antes de nuestra Era y la cuenta el historiador griego Plutarco.
Según este autor, el príncipe Antíoco, hijo del rey Seleuco Nicátor, sufría una grave melancolía que preocupaba enormemente al rey y a toda la corte. El joven no comía ni dormía, apenas hablaba y su ánimo, cada vez más sombrío, le llevaba a dejarse morir lentamente de inanición y de incuria.
No sabemos si fue casualidad o tino, pero cuenta que, un día, mientras el médico de la corte, Erasístrato de Chíos, tomaba el pulso al príncipe, acertó a entrar en la estancia Estratonice, su joven y bella madrastra y, al momento, el pulso del joven se aceleró, su cuerpo tembló y todo él se conmocionó visiblemente.
El médico comprendió inmediatamente el origen del mal que aquejaba a Antíoco y lo puso en conocimiento del rey, advirtiéndole del riesgo de muerte que corría el joven si su mal no se remediaba con premura.
Seleuco Nicátor se entristeció sobremanera, porque se trataba del heredero de la corona y de su adorada esposa, pero tomó una decisión heroica y cedió Estratonice a su hijo. Perdió a su esposa pero recuperó a su heredero.
Leyenda o verdad, dos pintores franceses del XIX, David e Ingres, representaron soberbiamente la enfermedad de Antíoco. Leyenda o verdad, Galeno utilizó cinco siglos más tarde el mismo método para diagnosticar un caso similar, detallado en su obra Pronóstico.
Los diagnósticos de Galeno
Cuenta Galeno el caso de una mujer que aparecía triste, descolorida, apagada e inerte. Mientras le tomaba el pulso, alguien entró en el aposento. Este personaje mencionó que un tal Pílades, al parecer bailarín afamado, iba a bailar aquella noche. De pronto, el pulso de la enferma se aceleró y su estado general empeoró sensiblemente.
Sospechando la causa del mal, Galeno volvió a la noche siguiente y pidió que alguien repitiera la escena anterior, pero anunciando a un bailarín diferente. Tal y como esperaba, las constantes de la enferma no se modificaron un ápice. Sin embargo, a la noche siguiente volvieron a mencionar a Pílades y ella se alteró de nuevo. Así estableció la relación causa-efecto entre el amor contrariado y la enfermedad melancólica.
La locura de amor
La locura de amor, entendida como arrebato de amor furioso, como propensión a la obsesión y a la melancolía erótica o como desequilibrio ante la pérdida del objeto amoroso, cuya sombra cae a plomo sobre el amante abandonado, ha producido muchos episodios en la historia.
En forma de terrible celotipia, llevó a Juana I de Castilla a celar el ataúd de su esposo de las miradas de las demás mujeres. En forma de melancolía erótica, llevó a Pedro I de Portugal a elevar al trono el cadáver de Inés de Castro. En forma de melancolía furiosa, llevó a Fernando VI de España al total desequilibrio tras la muerte de su esposa Bárbara de Braganza.
La pérdida de un objeto muy amado puede generar locura capaz de deprimir el ánimo hasta la muerte, anulando una pulsión tan sólida como el instinto de conservación. Aparece también así en numerosos episodios de la historia.
En la Viena de los Habsburgo, la pérdida de sus objetivos políticos y amorosos llevó al suicidio al archiduque Rodolfo, heredero del trono austro-húngaro e hijo de la infortunada emperatriz Sissí. Frustrado su intento de golpe de Estado y obligado a separarse de su amante, la baronesa húngara María Vetsera, el desesperado archiduque puso fin a la vida de ambos en el palacio de Mayerling, una helada noche de enero de 1889.
En el Madrid romántico, la pérdida del objeto amado fue también causa del pistoletazo con el que Mariano José de Larra, nuestro Fígaro, puso fin a su vida. Hubo sin duda otras pérdidas profesionales y políticas coincidentes, pero la ruptura de sus relaciones con Dolores Armijo parece que fue el detonante. Se disparó un tiro en la sien minutos después de que ella lo abandonara exigiéndole la devolución de sus cartas.
Y no es leyenda la muerte por amor de los Amantes de Teruel, cuya historia narraron escritores y poetas, porque sus restos, en sobrios ataúdes, se encontraron en la iglesia turolense de San Pedro, allá por el siglo XVI. Murieron de amor, de dolor por la separación brutal a que sus familias los sometieron, en una versión real y previa a la de Romeo y Julieta.
La locura de amor se convirtió en una especie de epidemia que nació entre las clases privilegiadas de la Occitania medieval. Por aquel entonces los caballeros y trovadores eran capaces de dar su vida por una dama de elevada posición, siempre casada, siempre virtuosa y siempre inalcanzable, sin esperar de ella nada a cambio. En el siglo XIII se llamó amor heroico a esta hermosa patología. En España, Cervantes la describió con exactitud en la devoción fantástica del caballero Don Quijote por la sin par Dulcinea del Toboso.
Los locos de Dios
Pero no sólo el amor humano ha sido capaz de generar enfermedad y locura a través de la historia. También sabemos de formas de amor divino capaces de producir lo que Raimundo Lulio llamó en su libro Blanquerna locura santa. Esta afectaría a los “locos de Dios”. Místicos cuya razón para amar a Dios era Dios mismo y, la medida de su amor, amar sin medida, sin tregua ni reposo.
Místicos del amor, tanto hombres como mujeres, hicieron de sus almas esposas de Cristo. Algunos de ellos desarrollaron un ardor que se llamó incendiam amoris. Era un fuego de amor divino mucho más ardiente que aquel amor heroico que tuvo en jaque a los médicos medievales. Catalina de Génova, María Magdalena de Pazzi y Felipe Neri se quemaron de tal modo en amor divino que tuvieron que recurrir a compresas heladas y a exponerse al frío invernal, sin que fuese suficiente para apagar el ardor de su fiebre.
Muchos de aquellos exaltados de amor incendiario se reunieron en comunidades para apartarse del mundo, de la materia y de la incomprensión de los hombres y entregarse plenamente a Cristo.
Este movimiento místico surgió en el siglo XII y se nutrió de hombres, a los que se llamó begardos o beguinos, generalmente afiliados a órdenes religiosas como la de los franciscanos. También mujeres que muchas veces ni siquiera hacían votos, sino que se entregaban con pasión al amor a Cristo. Ellas recibieron el nombre de beguinas y su goce amoroso se expresa en frases como las de Matilde de Magdeburgo:
– “¡Oh Dios que ardes en tu deseo! ¡Oh Dios que te fundes en unión con el amado! ¡Oh Dios que reposas entre mis pechos! ¡Sin ti no puedo ser!”
Indigencia de amor, locura, dependencia, obsesión, neurosis, melancolía, bilis negra. Sólo sabemos con certeza que su influjo ha cambiado muchas veces el curso de la historia.
Un comentario en «Locos de amor en la historia»
Lo más hermoso: el amor. No obstante, el amor es una ley, de la que apenas atisbamos más allá del sentimiento. Ley que intuye principios más sólidos que las cuatro fuerzas fundamentales