Consejo familiar en la cocina de casa

Nací en Ávila en el 39, como    componente de una familia de cuatro miembros. Yo era el segundo hijo, pero nó el último porque después de mí vino otro hermano que, lamentablemente, falleció durante su gestación, por lo que no se me podía considerar como el pequeñín de la casa, y esto me privó de toda una suerte de beneficios que fueron disfrutados por mi hermano mayor.

Mis padres eran funcionarios públicos, telegrafista él y empleada en Hacienda mi madre. Estábamos justo al final de la guerra civil y la vida era bastante difícil porque se carecía de todo, y los alimentos eran muy caros. Unos familiares del pueblo de mi madre nos facilitaban grandes sacos de garbanzos que se convirtieron en nuestro alimento diario.  A pesar de estos atracones garbanzales soy muy aficionado al cocido.

Las estrecheces económicas de la familia no impidieron que nuestros padres nos dijeran siempre que harían todos los sacrificios necesarios para que mi hermano y yo fuéramos a la universidad en Madrid, porque en Ávila, por aquel entonces no se impartían estudios superiores. El elevado coste de los estudios no estaba en la matricula, si no en hacer frente a la factura mensual del Colegio Mayor donde te alojabas y te alimentabas.

Mi hermano, dos años mayor que yo, ya estudiaba segundo de Medicina, y entonces se trataba de encauzar mi carrera.

Un buen día mi madre me dice que fuera a la cocina porque ella y mi padre querían tener conmigo una reunión. Como en estos concilios familiares siempre se trataban asuntos de gran enjundia, me devanaba los sesos tratando de imaginar cual sería el tema de debate.

Reunidos en la cocina y sin ningún preámbulo mi padre dijo: “Mira hijo, tu madre y yo hemos pensado que deberías continuar la saga de la familia; tienes un abuelo y un tío médicos y ahora tu hermano estudia Medicina, esta es la carrera que debes hacer”.

El mundo se me cayó encima. Había estado heredando de mi hermano calzoncillos, calcetines, pantalones, trajes, camisas, abrigos y un sinfín de prendas más y ahora me decían que tenía que heredar también los libros de la carrera. Aparte de que lo de médico no me apetecía en absoluto, estaba ya súper cansado de tanta herencia, y ansiaba poder estrenar al menos mis libros de estudio.

Acorralado por mis progenitores y sabiendo que si no salía de aquella me harían galeno, tuve un momento de inspiración y me acordé de que un amigo me había hablado de los estudios de Ingeniero de telecomunicación. En un momento de lucidez contesté: “Mira padre, tú eres telegrafista, ¿verdad?, pues yo quiero ser ingeniero de telecomunicación y así el hijo progresa en la profesión del padre”. Completamente descolocados por mi respuesta y sin parecerles mal mi argumentación, me pude ir a Madrid a estudiar teleco.

Quien me iba a decir a mí por aquel entonces, que, caminando por una calle del barrio de Salamanca, iba a darme de bruces con mi futuro profesional.

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