SECULARIZACIÓN, UN PROCESO HISTÓRICO

Reanudamos la serie dedicada al tema “Fe y secularización” con una visión histórica del desarrollo del proyecto secularizador en sus orígenes religiosos.

“Secularización”, “Proyecto universal laico”, “Descristianización”. Tres expresiones asimilables por su sentido, con terminología eufemística las dos primeras para hacerlas aceptables por quienes dicen profesar una concepción religiosa tradicional heredada del cristianismo, pero “pasan” por las “novedades” progresistas. La tercera denominación dice la verdad a cara descubierta.

El fenómeno secularizador, del que estamos intensamente invadidos, viene de antiguo, de más de tres siglos, desde el XVI, aunque ya algo antes hubiera tendencias que lo anticipaban. La degeneración de la escolástica, con Guillermo de Occam como figura descollante, y el movimiento humanista, aunque cristiano, muy crítico con la Sede romana (en gran parte con razón, por la escandalosa corrupción y vida de algún papa y de la misma corte pontificia). Pero son motivaciones de más fondo las que dan origen y gran difusión a la mentalidad herética más grave sufrida por el hasta entonces único cristianismo, el católico, apostólico y romano. Herejías finimedievales las hubo (cátaros, valdenses, albigenses, husitas), y en cierta medida se anticiparon, más no llegaron a dominar más que zonas centroeuropeas de no mucha extensión, y fueron rechazadas.

UN PROCESO EN FASES NEGACIONISTAS

Aunque sea simplificar la realidad de los acontecimientos, más complejos de lo que parece, el fenómeno de la secularización (lo sugiere su denominación) tiene un trasfondo netamente religioso, mezclado en su desarrollo con cuestiones filosóficas, económicas y políticas, que se intentan presentar como las causas del mismo, que intenta enmascarar el ‘espíritu’ religioso que da el auténtico “colorido” a dicho proceso.

La difusión evangelizadora, que iniciara la generación apostólica fue realizada por los monjes mediavales de San Benito y San Bernardo. Y concurre con ellos el pensamiento teológico de la patrística, surgido desde el siglo II de la era cristiana para oponerse a las primeras herejías. Ese esfuerzo evangelizador no penetró de manera uniforme y completa en todo el continente europeo; el centro y norte de Europa, y, en parte, el área anglosajona de las islas atlánticas, no recibieron la “llama” evangélica con la misma intensidad que toda el área mediterránea de cultura clásica griega.

Es en el mundo latino (salvo la grave pérdida de las cristiandades norteafricanas, arrasadas totalmente por el islamismo, que también acabó dominando la antes eminente zona del Asia Menor), centrado en las cristiandades de las penínsulas ibérica e itálica, así como en la primitiva zona francófona, donde se desarrolla, como continuador de la Patrística, el gran movimiento de fe e inteligencia que es la teología, de raíz sólidamente evangélica que se reafirmó durante los siglos XI al XIII, y tiene como figura suprema a santo Tomás de Aquíno, como en la época antigua lo fue San Agustín.

Mas la degeneración escolástica, unida a fenómenos de contraste de poderes, el eclesial, vinculado a la Sede romana, y el, digamos, “secular”, con cabeza destacada en el Sacro Imperio Romano, de localización germánica, suscitó tensiones fuertes. La indiscutida supremacía del pensamiento cristiano, mantenía la referencia a la Sede apostólica como criterio supremo e indiscutible en la exégesis de la Sagrada Escritura. Y es aquí donde surge el conflicto, en tres grandes fases.

1.CRISTO, SÍ; IGLESIA, NO.

Será en el siglo XVI cuando se produce la más grave crisis sufrida por el Cristianismo. Y su líder será un monje agustino alemán, de compleja y conflictiva personalidad, Martín Lutero.

No es esta la ocasión ni el lugar para una exposición pormenorizada de la gravísima ruptura que provocó Lutero al poner como criterio básico de su ideología religiosa la negación de la autoridad eclesial para la interpretación de la Sagrada Escritura. Proclama como exclusiva “autoridad” para ese capital asunto la de la mente individual o de grupo, sin que haya que recurrir a la autoridad de la Iglesia (el Papa o los concilios ecuménicos) en cuestiones dudosa o problemáticas. La Biblia, en su escueta literalidad, es la referencia de la fe, sin más autoridad superior.

Esto significaba la implantación del subjetivismo como norma de autoridad. Como lo califica Maritain en su espléndido ensayo “Tres reformadores: Lutero, Descartes, Rousseau” (Encuentro, Madrid, 2006), la reforma luterana implicó “el advenimiento del ‘Yo’” (op.cit., p. 9). La descalificación de la Iglesia (personificada en el papado, “bestia negra” -el “papismo”- odiada por Lutero y sus seguidores como referencia suprema), sentó las bases para una proliferación de confesiones, que todas se consideran cristianas en mayor o menor medida. Las más destacadas son el calvinismo, anglicanismo, anabaptismo y presbiterianismo, pero basta mirar el mapa religioso de un país como los Estados Unidos de América para hallar cientos de sectas, algunas de las cuales se han extendido por todo el continente americano. La destrucción de la unidad católica por el desprecio de la autoridad de la sede apostólica tiene mucho que ver con la frase de Cristo: “El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el que a mí me desecha desecha al que me envió” (Lc 16, 16). A partir de Lutero todo particularismo religioso pseudocristiano es posible.

2. DIOS, SÍ; CRISTO NO.

Es el segundo “paso” en el proceso secularizador. Si antes se negó su misión de máxima autoridad a la Iglesia fundada por Jesucristo, ahora es al mismo origen de la Iglesia a quien se niega. Es el paso del pensamiento ilustrado del siglo XVIII el que elimina a Jesucristo como referencia suprema de la trascendencia. Diderot, d’Alembert, los ilustrados alemanes e ingleses y, sobre todo, el que puede estimarse como “autoridad” máxima de ese pensamiento filosófico y ético, Jean Jacques Rousseau, quienes van a “inventarse” un Dios elevado en “su cielo”, pero que no interviene en la tierra. Estos ilustrados hacen suya la afirmación del salmo 115, 16: “El cielo pertenece a Dios; la tierra se la ha dado a los hombres”. Es la exaltación de la Naturaleza como fuerza autogeneratriz que no precisa a Dios para lograr un progreso infinito que logra la autoredención y el nivel moral adecuados para hacer de la tierra un mundo feliz. Aún se acepta a Dios, aunque visto de lejos, pero no es necesario Cristo como redentor del pecado, en un neopelagianismo; se basta el hombre a sí mismo.

3. DIOS HA MUERTO. Federico Nietzsche.

Sólo bastaba un paso para considerar al hombre como dios de sí mismo. Es la tentación de la serpiente en el paraíso: “Seréis como dioses; conoceréis el bien y el mal” (Gen 3, 5). Y se atrevió a darlo el filósofo alemán Federico Nietzsche. Y añadió más. “Y nosotros lo hemos matado”. El texto completo de ese escrito, que el filósofo reitera en varias obras suyas, es bastante complejo como para comentarlo aquí. Nos quedamos con las frases iniciales, que reflejan la profundidad de la crisis, que llega a la pretensión de un humanismo autosuficiente que se imagina capaz de que la humanidad “funcione” sin la menor relación con la creencia trascendente.

Dios es reemplazado por el “superhombre”, el dios de sí mismo, autosuficiente y capaz de forjar una humanidad próspera y feliz. Y es el ansia de poder la que logrará realizar ese objetivo. Sin embargo, ya hubo un “ensayo” de “superhumanidad” basado en el poder y en la raza, que clasifica a los seres humanos en poderosos o despreciables, seres superiore o inferiores, y éstos merecen ser eliminados. Fue la teoría filosóficopolítica del nazismo, con su “culto” a la raza aria, que en coherencia de sus conclusiones eliminó millones de seres humanos, no sólo judíos, en las cámaras de gas y de sus campos de exterminio.

Ese criminal ensayo mereció la repulsa del pensamiento libre. Es otro el procedimiento para conseguir el objetivo de humanidad autosuficiente y pacífica.

ANTITEÍSMO DE LA POSMODERNIDAD

La que podemos llamar “trayectoria” del pensamiento posmoderno ahonda en la línea de Nietzsche, en el sentido de una “prescindencia” de toda idea que pueda estimarse inspirada en valores derivados del concepto de trascendencia y aceptación de la existencia de un Ser supremo, origen de todo lo existente. No vamos a mencionar la serie de filósofos que han basado su concepción del mundo y del hombre en una absoluta ausencia de Dios.

 ¿No tiene la tesis nietzscheana y de sus seguidores directa relación con el proyecto de una normativa eticopolítica de valor universal, el Nuevo Orden Mundial, que se pretende en el plan de secularización implantado en los diversos organismos de gobierno, como la ONU y demás instituciones internacionales?

Hay una poderosa entidad de ámbito mundial, con presencia en todo el mundo y origen en su forma moderna en el siglo XVIII, hija del pensamiento ilustrado francés e inglés, que promueve este Nuevo Orden Mundial, con planteamientos eticopolíticos en los que se excluye toda referencia al sentido trascendente del cosmos, del hombre, de la Historia y en especial el de inspiración cristiana.

 VALORACIÓN DE LA SECULARIZACIÓN

En fecha todavía reciente, enero de 2004, tuvo lugar en la  Academia Católica de Baviera un acontecimiento insólito: el diálogo entre dos pensadores eminentes, de mentalidad discrepante, el filósofo liberal ilustrado (ateo) Jurgen Habermas y el teólogo Joseph Ratzinger, cardenal prefecto de la Pontificia Congregación para la Doctrina de la Fe y futuro papa Benedicto XVI, sobre un tema muy sugestivo: la posibilidad de hallar un soporte teórico racional del estado democrático.

Cada uno de los “contendientes” expuso su concepción y dialogó sobre dicha posibilidad para lograr un sistema de valores que pudieran inspirar con solidez el mejor funcionamiento de esa trama institucional. Como era de esperar, discreparon en una cuestión fundamental, la posibilidad de contar con una referencia a la figura de un ser trascendente que garantizara ese buen funcionamiento, aunque sí coincidieron en reconocer la posibilidad de hallar valores humanos secularizados aceptables por cualquier estado democrático.

Esta interesante cuestión nos lleva a recordar los versos de un salmo, referido al pueblo de Israel, que  puede extrapolarse a cualquier ente político actual. Es el salmo 80 (81), en el que Dios reprocha a su pueblo la falta de atención a su palabra y afirma la consecuencia proveniente: “Mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer; los abandoné a su corazón obstinado, para que anduviesen según sus antojos” (Salmo 80, 12-13).

Dos datos de terrible sentido se presentan en estos versículos: la calificación de “obstinado” para el corazón del pueblo (la obstinación es la actitud del rebelde Satán). Y por parte de Dios se da el abandono de los huamnos a los “antojos” de ese corazón. Si analizamos el proceso de rechazo progresivo de la voluntad de Dios que hemos descrito, ¿No puede aplicarse su dura valoración a quienes hoy propugnan un sistema sociopolítico que prescinde por completo de la referencia al sentido trascendente del mundo? Grave situación a la que puede llegar ese proceso secularizador.

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