PASCUA DOLIENTE

CRISTO HA RESUCITADO (Y ‘REGRESADO’ AL PADRE -ASCENSIÓN-)

“¡Aleluya, aleluya! El Señor resucitó”. Es la jubilosa exclamación propia del tiempo pascual, tras el dolor de la Pasión de Jesús celebrada en la Semana Santa. Sí, alegría, alegría. Los textos de la misa abundan en expresiones de este sentimiento tan ansiado por las personas. Y San Pablo, en varias de sus cartas, exhorta a sus comunidades a vivir alegres, ya que el Señor nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte.

¿Nos ha liberado? Pues la fe nos dice que sí, y que ya tenemos abierta la puerta del Cielo, del Paraíso, que se cerró a causa del insensato atrevimiento de Adán y Eva (me atengo al texto bíblico sin entrar en “cuestiones”). El “costo” de esa apertura no ha sido cosa ligera. Ha obligado al mismo Hijo de Dios, al Verbo eterno, a hacerse hombre y sufrir lo que Román Guardini califica de ‘segundo pecado original’: el rechazo del Pueblo de Israel, “su” Pueblo, hasta padecer la espantosa Pasión y muerte en cruz que nos dice el mismo Apóstol en su carta a los Filipenses (2, 6-11.), y describen, con algunos matices diferenciales, los textos evangélicos.

Liberados pues, a costa de la sangre de Cristo, que ya reina resucitado, Viviente por los siglos, como primicia de una nueva dimensión existencial. Esta es nuestra esperanza: que resucitaremos con características psicofísicas iguales a las suyas (Benedicto XVI: Homilia de la misa en la Vigilia Pascual 2005).

Pero, mientras llega ese momento, ¿qué? Lo que estamos contemplando en la culminación del Triduo Pascual es el triunfo de Jesucristo. Pero este Jesús que resucita se marcha, se marchó nada más resucitar (¿dónde, si no, pasó los días que nos cuentan estuvo apareciéndose a los discípulos hasta el día que lo vieron ascender al cielo y una nube se lo quitó de la vista?). Jesús se marchó y no volvieron a verlo. Sólo el Espíritu Santo, a partir de Pentecostés, mantuvo en vilo la fe de los amigos del Resucitado.

EL CAMINO HACIA EL PARTICULAR CALVARIO

Y así estamos desde entonces. Sólo la fe nos mantiene, con su implícita dificultad, en el camino de seguimiento de Jesús. Pablo d’Ors, en su original obra inspirada en los evangelios “Biografía de la Luz”, nos saca de comportamientos “obligados” (como “debe ser”, diría un creyente de toda la vida) y nos pone en la realidad que vivimos cotidianamente. Dice, entre otras cosas que el seguimiento de Cristo es un personal subir al Calvario. Esto conecta con el famoso libro de Unamuno “Agonía del Cristianismo”, en el que afirma que nuestra fe es agónica, en el sentido etimológico (“agonía” = “lucha”). Esta es la realidad: Cristo ha resucitado, pero nos ha dejado el mundo con sus enormes problemas; tenemos la tentación de imaginarlo como un “arregla-problemas” y esto es falso.

Pero la aceptación de esa realidad (mundo problemático, aunque Él nos anime al afirmar “Esto os he dicho para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis tribulación; pero confiad, yo he vencido al mundo” -Jn 16, 33-) está en directa relación con el hecho de que las consecuencias de la resurrección de Jesús no se han efectuado todavía en nosotros de manera perceptible. Creemos que estamos liberados por su triunfo sobre el mal y la muerte, pero aún hemos de pasar por su Pasión, si es que lo seguimos, por la personal subida de cada uno a Jerusalén y al Calvario (Pablo d’Ors: “Biografía de la luz”, pp. 459-464).

ALEGRIA PASCUAL MODERADA

Por tanto, la Pascua es para nosotros un “Ya sí, pero todavía no”, con la carga de sufrimiento y limitación que eso implica; yo la denomino, en coherencia con esa realidad, una Pascua doliente, y la alegría que deriva de la fe en la resurrección de Cristo no es un sentimiento desprovisto de dolor. En verdad, la alegría cristiana no es una alegría de “jolgorio” y desenfado; es, como dice un himno litúrgico de Vísperas, “esa noble tristeza que llaman alegría”, es una alegría moderada por la consciencia del “todavía no”, de que nos hallamos en una situación que corresponde a la virtud de la esperanza, porque, tal como se afirma en el texto de la misa, nuestro vivir discurre ahora “mientras esperamos la gloriosa venida de nuestra Salvador Jesucristo”. Una ‘promesa’ cuyo cumplimiento en el tiempo desconocemos, que pertenece al misterio, al “secreto” de Dios, que tiene la última palabra, de cuyo cumplimiento nos habla, con fabulosas imágenes, el Apocalipsis.

Pero, mientras, el mundo permanece ‘traspasado’ por las fuerzas del poder del mal, del Señor del mundo (según la famosa novela de Robert Hugh Benson, trad. esp. San Román Libros, Larraya (Navarra), mayo, 2014), un poder enorme, superinteligente, que utiliza todos los medios para arrastrar al ser humano a su dominio. Los avances tecnológicos y científicos son empleados en gran medida para la destrucción y el aumento de perjuicio de la humanidad, aunque son presentados, con encomio eufemístico, como muy beneficiosos para el progreso.

La explotación de millones de personas, la permanencia de guerras como el acoso de Rusia a Ucrania, por aludir a algo de plena actualidad, el desempleo generado por la aplicación de la IA en la producción, el reconocimiento del aborto como derecho por la UE, ¿Qué son sino exponentes de la maldad humana? El mal (no decimos el “pecado” para evitar la chacota de los poderosos satisfechos de todo tipo) sigue haciendo estragos, a pesar de que Cristo resucitó y se inició un periodo de liberación humanizadora, hoy medio anulado por las fuerzas del mal. El “Señor del mundo” trabaja infatigable e intensamente, movido por el odio a Dios y al hombre; se sabe vencido y que le queda “poco tiempo”, aunque no sabe, ni sabemos nadie, cuánto supone ese ‘poco’, pero no ceja en su acción destructora. Y tiene numerosos “colaboradores”, que procuran aparecer como científicos, técnicos y políticos  progresistas.

Y Dios calla, y “deja hacer”, como afirmó Jacques Maritain en su ensayo “Y Dios permite el mal”.  ¿Cómo se desarrolla esa permisión?  En el mundo sigue siendo realidad lo que dice el salmo 81 sobre el Pueblo de Israel: “Mi Pueblo no me escuchó, no quiso obedecer. Los abandoné a su corazón obstinado para que anduviesen según sus antojos” (S. 8, 12-13). Los “antojos” de los que son del mundo no son más que las actuaciones perversas que han provocado los desastres que ha sufrido la humanidad a lo largo de la historia, antes y después de la encarnación del Verbo. ¿Basta mencionar el “Holocausto” de millones de judíos asesinados en los campos de exterminio nazi durante la 2ª guerra mundial? Pero es que las estadísticas mundiales muestran cómo la ideología que ha producido más exterminio humano de toda la historia es el comunismo, la ideología marxista, a lo ancho de todo el mundo.

Cantemos, pues, el “Aleluya” pascual con auténtica fe. Jesús ha resucitado, es el Viviente eterno, la muerte y el abismo del mal no tienen dominio sobre él. Pero nuestra alegría ha de tener la moderación derivada de la consciencia de que los que aquí vivimos ahora, nos hallamos en el “todavía no”, compartiendo la penosa subida de Jesús hasta el Calvario: “El que quiera venir detrás de mí que se niegue a sí mismo, que tome la cruz de cada día y se venga conmigo (Mt 16, 24-28 y par)”. Sólo a través de la cruz experimentaremos, cada uno, la resurrección.

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