DIOS hecho Niño en el arte cristiano. Se aproxima la Navidad, tema predilecto del arte cristiano, junto con el de la Pasión. Y es lógico; son los Himalayas, cumbres del misterio de la Redención: la llegada del Verbo de Dios humanado y su absoluto sacrificio en la cruz. Habría que incluir igualmente el desenlace triunfal de Cristo: su Resurrección.
También abunda en el arte, pero me parece que menos que los otros, tal vez por la intrínseca dificultad para representar ese supremo misterio que nadie pudo ver, salvo la misma noche pascual: “la noche vio la gloria de su resurrección”, canta un himno litúrgico, “pues solo la noche, nadie con ojos en la cara pudo contemplar, tembloroso, el momento cumbre de la exaltación del Crucificado”, como proclama asombrosamente Pablo en su carta a los Filipenses (2, 6-11).
Así que vamos con este otro insuperable acontecimiento sobrenatural que marca la intervención de Dios en la historia humana, en el cual hay tres personajes protagonistas: el mismo Jesús, su Santísima Madre, María, la sorprendente doncella nazarena, y el más increíble y extraordinario de los hombres, salvado el divino Hijo legal: José, el varón cabal (“como era justo” -Mt 1, 19), “el enamorado”, como le llama Pablo d’Ors en su Biografía de la Luz: José, siempre en el trasfondo de la escena, siempre en silenciosa contemplación y entrañable función paterna.
“Murillo, ya sea como alumno de Juan del Castillo y como pintor de próspera autonomía el resto de su vida, abarcó en su arte diversidad de temas, tanto religiosos como profanos, aunque predominan los de carácter piadoso”.
Los artistas de la escultura y más, de la pintura, se han ocupado del tema navideño en sus diversas escenas, con preeminencia de tres: el nacimiento y adoración absorta del Niño por los propios padres; la adoración de los primeros a quienes se anunció la noticia, los sencillos, los vulgares pastores; y la adoración de los sabios humildes, los magos extranjeros, los gentiles buscadores de la luz.
Mas como tema que, en cierto modo, deviene de ese misterio de la Encarnación del Verbo, hay artistas
especialmente sensibles respecto a un motivo más general: la representación de la figura de niños en sus lienzos. No son pocos los que se ocupan de este motivo, incluso sin referencia al sustrato religioso. Pintan niños de diversas edades como protagonistas de sus creaciones; inventan escenas donde aparecen niños sin clara referencia religiosa, aunque esta es la más frecuente. Sin ir más lejos, las maravillosas escenas de los coros que cantan alabanzas a Dios, tal como las representaciones de Luca della Robbia para el púlpito de la catedral de Florencia, con numerosas figuras de niños y niñas que tocan variados instrumentos, cantan y bailan.
Murillo y su figura de maestro
Pero vamos a centrarnos en un pintor español, andaluz y sevillano, que puede estimarse como el más o uno de los más afortunados pintores de niños de todo el arte español: Bartolomé Esteban Murillo, conocido universalmente por su segundo apellido. Murillo fue artista prolífico, que alcanzó una edad avanzada (64 años), y que aún se hubiera prolongado, si no llega a ser por la penosa caída de un andamio cuando trabajaba en el retablo mayor de la iglesia de los capuchinos de Cádiz. Su fama alcanzó dimensión internacional que influyó en el deseo de poseer lienzos suyos; conocido es el robo perpetrado por el napoleónico mariscal Soult, un francés entendido en arte, que sustrajo en Sevilla lienzos del maestro, hoy algunos en el museo del Louvre parisino.
Inmaculada y Niño Jesús
Murillo, ya sea como alumno de Juan del Castillo y como pintor de próspera autonomía el resto de su vida, abarcó en su arte diversidad de temas, tanto religiosos como profanos, aunque predominan los de carácter piadoso (fue un sincero devoto, amigo de frailes y sacerdotes que le fiaron sus encargos más decisivos). Pero entre sus temas predilectos podemos contar dos: el de la Inmaculada Concepción, en una época en la que este misterio mariano era de la máxima envergadura en Sevilla y el resto de España, aun desde antes del siglo de Murillo; en Jaén existía un fundación y cofradía de la Inmaculada, que subsiste hoy en pleno funcionamiento, desde el año 1515.
Aunque no es el creador de esta iconografía, influyó decisivamente al modificar los modelos de Pacheco y Zurbarán, de los que eliminó la multitud de símbolos letánicos, reservando solo dos de los atributos apocalípticos, la media luna a los pies de María, y el resplandor radiante que la envuelve (vestida de sol). Pero en sus lienzos inmaculistas aparecen a los pies de la Virgen o rodeándola en vuelo multitud de imágenes de angelitos y angelotes en las más variadas posturas, envueltos en parte por las nubes en las que se apoya la figura de María. Son figuras deliciosas, de una belleza que será rasgo, belleza celestial (y magistral como arte), tal como en escultura se muestran las cabezas angélicas a los pies de la Inmaculada en Martínez Montañés y Juan de Mesa. Y el segundo tema murillesco es el del Niño Jesús. Y a su lado, los niños, en general. Murillo pinta niños, muchos niños, sobre todo en las grandes escenas religiosas.
El Jesús niño nos lo ofrece el pintor, bien como figura independiente, por excelencia su Buen Pastor y el que acompaña al Sanjuanito en la escena de los Niños de la Concha. Y, más aún, asociado a la Sagrada Familia. El San José, de pie sujetando dulcemente al Niño que aparece sobre una peana, es una figura maravillosa. Pero, si me apuran, tiene más encanto el Niño, todavía muy pequeño, pero ya de pie, que centra, junto a San José, el precioso lienzo de la Sagrada Familia del pajarito, hoy en el museo del Prado. Este lienzo revela la característica ternura con la que el gran maestro trató la imagen de los niños.
En esta escena de sencilla vida familiar, sin el menor atisbo de aire sacral, se nos muestra un Jesús lleno de gracia y expresividad, que sonríe mientras levanta el brazo derecho y sujeta en su mano un pajarillo, para quitarlo del alcance del perrito que mira con ansia al menudo volátil (otro tema del artista fue el de los animales, perros, sobre todo). José sujeta al pequeño Jesús con exquisita delicadeza, mientras María, un poco desplazada hacia el fondo izquierdo, mira a los dos mientras trabaja con la rueca, y tiene a su lado el cesto con ropa blanca. Es difícil concebir tan sabia y dulcemente, una escena familiar del hogar de Nazaret, donde crece, todavía sin problemas, el Salvador del mundo.
“El maestro pinta lo que ve por la calle, lo que encuentra en situaciones solemnes o en escenas de la más vulgar cotidianeidad. Ya hemos aludido a la Sagrada Familia del pajarito, tan cercana”
Como figura infantil en la pintura de Murillo destaca también, naturalmente, la imagen del Niño Jesús en su soberanía celestial, envuelto en nubes y rodeado de angelitos (más niños, en la más deliciosa ingravidez); así en la sublime escena de la aparición del Niño a San Antonio de Padua, que, afortunadamente, podemos contemplar en el lugar para el que fue pintado, la capilla bautismal de la Santa Catedral hispalense, que contiene en el ático del retablo la escena sagrada del bautismo de Jesús,
otra maravillosa creación de Murillo. Y no omitamos las innumerables imágenes del Niño Jesús en brazos
de su Madre. Las figuras marianas de la Virgen Madre nos regalan una variedad de Niños Jesús que nos cautivan poderosamente, junto a bellas jóvenes sevillanas tomadas como modelos de su Madre, sin los perifollos cortesanos propios de las Madonnas florentinas.
Igual efecto emocional nos producen las numerosas apariciones de Jesús Niño a santos, como el citado de la catedral sevillana y otras al mismo santo, y a otros, San Francisco de Asís y en todas las diversas representaciones de apariciones del divino Niño, además de las innumerables figuras de ángeles y niños que pueblan la escena. Los niños figuran en lienzos como los Desposorios místicos de Santa Catalina o el reparto de pan a los pobres por Santo Tomás de Villanueva, y como figuras secundarias en el regreso del hijo pródigo o asomando tras la capa de San Leandro en el lienzo del santo arzobispo con San Agustín. Lo mismo realiza en su Adoración de los Magos, en los que un niño crecidito sostiene la lujosa capa de Melchor con expresión feliz al contemplar al Niño en brazos de su Madre, mientras otro nos mira directamente.
Niños del pueblo, alegres, aunque víctimas de la miseria
Murillo fue un pintor del pueblo. Su personalidad amable le llevó a prescindir de lo que pudiéramos llamar formalidades ideológicas, aunque tiene retratos de personajes ilustres, vestidos con todo boato. El maestro pinta lo que ve por la calle, lo que encuentra en situaciones solemnes o en escenas de la más vulgar cotidianeidad. Ya hemos aludido a la Sagrada Familia del pajarito, tan cercana. Pero hay otra escena en la que Murillo muestra toda su maestría como pintor del pueblo: es otra Adoración de los pastores, en formato apaisado. No hay nada en este lienzo que remita a valores sobrenaturales; todo es próximo, terrenal, tal como pudo ser. María y José son personas normales, como los demás que concurren a ver al recién nacido con gesto de admiración y portan sus humildes presentes. Y modelo de niño como personaje secundario es el que figuran en la Adoración de los pastores (de formato vertical, en el Museo de Sevilla), en la zona inferior izquierda, delicioso chiquillo que habla con su joven madre.
Murillo siempre sabe contemplar las imágenes de niños callejeros con la mayor naturalidad. Tampoco se recrea en lo ridículo o un tanto miserable, como hará su paisano Velázquez con las figuras retorcidas de tipos extraños, que inspiran risa o piedad. Murillo es amable, se acerca a sus personajes infantiles con una actitud de afectuosidad y bien querer, sin excluir aspectos un tanto pícaros, como pueden encontrarse en esos personajillos callejeros. Pero este entrañable motivo de la pintura murillesca tiene especial valor si aludimos a las pinturas dedicadas a niños mendigos. Murillo conoció la mayor tragedia que azotó Sevilla en el siglo XVII, la famosa peste de 1649, que acabó en unos meses con casi la mitad de la población de una ciudad que nunca llegaría a recuperar los niveles de prosperidad previos a la epidemia. De ella, por cierto, falleció un personaje capital en el arte sevillano y español, el gran imaginero Juan Martínez Montañés, conocido como “el dios de la madera”.
El maestro hispalense dedica varios lienzos al tema que podemos calificar como de niños callejeros: niños comiendo fruta, niño mendigo, niños jugando a los dados, niño con perro. Son niños medio harapientos en cuya pobre indumentaria se refleja la pobreza que hubo en la ciudad a causa de tal drama epidémico. Pero son niños alegres, no muestran acento de tristeza.
Y, como contraste, Murillo va a pintar figuras, si no muy infantiles, sí que juveniles, que evidencian otro aspecto de la gran urbe hispalense, la ‘vida alegre’, con los ribetes de prostitución o vicio, que fue otro de los rasgos de aquella ciudad, que junto a la pobreza, tenía el lujo derivado del comercio de Indias, del que pasaban por sus lonjas de mercaderes y casa de moneda los tesoros traídos por las galeras que fondeaban en el fabuloso puerto del Guadalquivir. Aquí su estilo posee una mezcla de ternura y cierta picaresca. Hay dos lienzos de Murillo que nos muestran este aspecto: el de los cuatro personajes en un escalón; el más joven, un muchachito, aparece ricamente vestido, con medias y zapatos, y luce en su cabeza un sombrerito graciosamente colocado, mientras nos sonríe con pícaro gesto. El otro es de las dos mujeres en la ventana, una al fondo, mayor, medio oculta, mientras en el alfeizar aparece otra, joven de muy lindo rostro y amplio escote en su vestido, en actitud de lucir su indudable encanto. Bien podemos imaginar que la escena corresponde a una casa de prostitución, en la que la explotadora ofrece el señuelo de la atractiva muchacha para conseguir clientes, que no faltarían.
Así pues, la maestría de Murillo no se limita al amplio sector de la vida religiosa, que, sin duda, era el aspecto predominante de la populosa ciudad, que bien podía estimarse la capital de España. Los monasterios y conventos, tanto de varones como de mujeres, eran tan innumerables que la urbe fue denominada por algunos como “ciudad-convento”. Y bien que mereció entonces tal calificativo. Pero, aparte de la pobreza y descenso de vocaciones derivadas de aquella terrible epidemia, ya se encargarían, en el triste siglo XIX, las hordas napoleónicas y la feroz desamortización de 1835 de acabar con muchos de aquellos reductos de la devoción y la contemplación. Mas a pesar de todo, estamos aún en los espléndidos siglos XVI y XVII, que suscitaron artistas de todas las facetas, como Murillo. Entre los muchos que hubo, naturales de allí, como los venidos de otras latitudes de España y hasta de Europa, a sus afamadas escuelas de imaginería y pintura, cabe destacar como ‘estrella’ de su arte, al gran Bartolomé Esteban Murillo, pintor de María Inmaculada, de un José de vigor varonil, de niños, Jesús, y también harapientos, de bellas muchachas, de santos, hombres y mujeres, en sencillos éxtasis, y de perrillos juguetones.
Él supo captar el auténtico latido de la espléndida capital de Andalucía, las más significativas facetas de aquella urbe, puerto de Indias, famosa en el mundo, que mereció del más insigne de los escritores hispanos, el inmortal Cervantes, la asombrada calificación: “… ¡Oh gran Sevilla, Roma triunfante en ánimo y nobleza!”. Y que un gran poeta contemporáneo, Manuel Machado, concluyera su canto enalteciendo la
tierra andaluza con una sola palabra: “…y Sevilla”.