BRAHMS Y FAURÉ: EL “REQUIEM” COMO MENSAJE DE PAZ.
Deseo hacer mi referencia a la música que se escucha en el tiempo de Cuaresma Y Semana Santa con la alusión a dos obras sublimes debidas a un gran genio del Romanticismo, Johannes Brahms (1833-1897) y a un compositor que estimo contemporáneo, Gabriel Fauré (1845-1924). Ambos produjeron dos grandes obras de música religiosa con referencia a la realidad más irrebatible de la vida: La muerte y la ida eterna subsiguiente. En la raíz de las obras de un ferviente luterano y un católico francés se halla el impacto de la muerte de sus respectivos padres. Pero en ambos el tono, el “talante”, con que expresan su hondo sentimiento es muy diferente del patetismo casi desesperado que campea en los cuatro grandes compositores mencionados en mi anterior artículo. En los “réquiem” de Brahms y Fauré no hay pavor, espanto y hasta terror ante la previsible presencia de Cristo como Juez supremo, sino acentos de paz y serenidad que imprime la consciencia de la misericordia divina.
El “Requiem alemán” (1866), del genio hamburgués, obra entre cantata y oratorio, dividida en siete partes, no es la música y el texto de una celebración litúrgica católica, sino una profundísima e inspirada meditación (más propia de un devoto luterano) sobre la realidad con la que ha de enfrentarse todo ser viviente: de Dios venimos y hacia Dios vamos desde nuestro nacimiento a nuestra muerte. Brahms escogió como textos de su magna obra sinfónico-coral una serie de fragmentos de la Sagrada Escritura, del Antiguo y Nuevo Testamentos, desde los profetas antiguos y salmos hasta los Evangelios, San Pablo al Apocalipsis joánico, que revelan un espíritu impregnado por la consciencia de venir de y encaminarse a Dios como sentido de la vida. Admirable texto e insuperable música, en la que no falta cierto recurso a la percusión y metal orquestales, pero sin crear pavor. Y el séptimo movimiento es de una serenidad sublime, sobre el texto del apocalipsis que evoca la paz de los redimidos: “que descansen de sus trabajos porque sus obras los acompañan” (Ap 14, 12).
Y si hablamos de sublimidad y paz en el tratamiento de algo tan grave como es la muerte y la vida eterna, hay que concluir esta referencia a la música que se escucha durante la Cuaresma, con la mención de la más serena y sublime de las misas católicas, la compuesta por Gabriel Fauré: su misa de réquiem, compuesta en 1888. La pieza consta de siete partes: Introito y Kyrie, Ofertorio, Sanctus, Pie Iesu, Agnus Dei y Lux Aeterna, Libera Me, In Paradisum. Con espíritu innovador, Fauré ajustó el orden litúrgico: omite la secuencia “Dies irae“ y añade el responsorio “In Paradisum”, procedente del oficio de difuntos. Es decir, el genial compositor hace desaparecer el horror de la ira de Dios, y, por el contrario, manifiesta una serena y consoladora visión del cielo. Se adelanta un siglo a la reforma que traería el Concilio Vaticano II. La obra es de una belleza realmente ‘sobrenatural’, con momentos destacados, como el “Píe Iesu”, para soprano, y el ‘celestial’ “In Paradissum”, para voces blancas. Si hubiéramos de evocar una obra pictórica que refleje este espíritu citemos al Greco y su visión “El entierro del Señor de Orgaz”, con el cuerpo del prócer serenamente dormido en brazos de San Esteban y San Agustín, y la ‘corte’ de caballeros contemplando la Gloria.
Más para pasar a la Pascua y la exaltación del Siervo “obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 7) hay que descorrer el negro velo cuaresmal. Y para ello tenemos uno de los máximos genios de la música universal: Gustav Mahler.
LA PASCUA DE RESURRECCIÓN
Para referirnos a la gozosa realidad del triunfo de Cristo sobre la muerte no vamos a acudir a los litúrgicos cantos del “Alleluia” pascual, en monasterios y templos, sino a una obra monumental compuesta por el genio excepcional del compositor que mejor ha sabido reflejar en música las complejas y contrastantes dimensiones del alma humana, el citado Mahler, que en su segunda sinfonía, denominada “Resurrección”, ofrece una obra en la que conjuga, con el ‘ciclópeo’ conjunto orquestal característico del bohemio, los acentos que evocan exaltación, pavor ante el final de la vida, más también esperanza de una existencia renovada en plenitud y ya inacabable. Para reforzar su amplia temática escatológica incorpora un enorme coro y las voces solistas de contralto y soprano, todos los cuales cantan el formidable texto poético “Resurrección”, debido al alemán Klopstock, al que Mahler añadió textos suyos. El músico descubrió este poema al asistir al funeral de su amigo el director de orquesta Von Bülov. Fue una revelación, y decidió terminar su sinfonía con ese espléndido texto de esperanza en la resurrección y la vida eterna.
La sinfonía es un gigantesco ‘retablo’ que hace preguntas sobre el sentido de la vida humana, entre dudas y ansias de continuidad, para concluir con una rotunda afirmación de la eterna existencia, tras haber pasado por el túnel oscuro de la muerte. Mahler, de familia judía y convertido forzosamente al catolicismo para poder trabajar en la católica Viena imperial, manifiesta en esta música apasionante y arrebatadora su fe de raíz judeocristiana.
No es este el espacio propio, ni el tiempo da de sí, para meterse en una explicación de la compleja temática mahleriana. Nos limitamos a los fragmentos más significativos relacionados con la resurrección final, la redención del género humano y del cosmos en su conjunto. En sus movimientos primero, una gigantesca marcha fúnebre, y último, con el poema de Klopstock sobre la resurrección, expone el autor sus temores sobre la continuidad de la vida y el miedo de quedar para siempre muerto, para concluir con el admirable canto de esperanza en la eterna visión de Dios, tras haber pasado por los terrores de la muerte y el juicio final, evocados por el fragor de los metales, que en un momento callan para dejar oír un sublime solo de flauta, a modo de piar de ruiseñor, que introduce el sereno canto del coro, alternado con las solistas, que acaba dominando el ambiente con su esperanzada afirmación de la vida eterna. Citamos algunos versos:
“Resucita, sí, resucitarás, ceniza mía… Aquel que te llama te concede vida inmortal… Cree, corazón mío, cree, ¡nada has perdido!… Cree, no naciste en vano, no has vivido y sufrido para nada… ¡He escapado de ti, muerte, vencedora de todos! ¡Ahora estás dominada! Me elevaré hasta la Luz que nadie ha contemplado. Yo moriré para vivir, ¡lo que has sufrido te llevará a Dios!”
¿Cabe más belleza, más felicidad, más confianza en la misericordia y el poder de Dios? Y si evocamos alguna obra de arte, ahora sí tenemos que acudir al abrumador fresco de Miguel Ángel en la capilla Sixtina, con el surgir de los muertos y el Juicio de Dios. Pero la escena que acabamos contemplando al escuchar esta música no es la terrorífica del florentino, sino la serena y gozosa visión que ocupa el espacio superior del Entierro del Caballero de Orgaz, en el que El Greco nos introduce en la suprema paz de un Cielo donde Jesús Resucitado acoge compasivo a quienes han depositado en Él su confianza. Así concluye la Semana Santa, con su Resurrección y el triunfo definitivo sobre el mal y la muerte.