Con B de burro

Cuento de Navidad

La pradera B del cielo de los animales mostraba aquella tarde bastante animación.
Cuatro hermosos caballos purasangre se hallaban reunidos, disfrutando plácidamente de
la hierba sustanciosa, las frescas aguas y la amable conversación que entre ellos había
surgido.
Nostálgicos, los suspiros se entremezclaban con los relinchos y frases melancólicas, con
las que los bienaventurados cuadrúpedos narraban sus aventuras terrenales a los
compañeros de gloria. Otras veces, era el orgullo el que predominaba en el tono
coloquial y las crines se agitaban al viento, mientras los nerviosos cascos herían la
tierna alfombra del suelo.

  • No fueron tan jugosas las praderas que recorrí llevando sobre el lomo a mi dueño
    bienamado – los ojos de Babieca se humedecieron ante el recuerdo – cuando
    perseguíamos a los almorávides, allá en los reinos de las Españas.
  • No fueron tan pacíficas las tierras que recorrí – piafó Borístenes – acompañando a mi
    amo en sus largas cabalgadas por las inmensas tierras del imperio, pacificando a los
    levantiscos fronterizos de Mauritania y visitando estados clientes de Galia, Germania,
    Britania e Hispania.
  • No me entretuve en pastar tanto tiempo en las largas campañas y prodigiosas victorias
    a que llevé a mi adorado dueño – la noble cabeza de Bucéfalo se movió con melancolía.
  • Cuando sintió que la tierra le quedaba pequeña para su hambre de espacio, escapó de
    la cárcel que para él significaban Macedonia y Grecia, arremetimos contra los ejércitos
    del rey Poros y sus elefantes, tomamos la inexpugnable Tiro y hundimos el trono de los
    aqueménidas.
  • Fue tan corta mi estancia en el mundo – suspiró Barak – que no tuve tiempo de hacer
    comparaciones, pero me consta, por lo que he oído decir, que mi amo recorrió largos
    caminos a lomos de su camella, huyendo de los kuraischitas.
  • Hégira llamaron a su escapada – señaló Babieca – pero no puede compararse con el
    destierro que tuvo que sufrir el mío por causa de su noble empeño en averiguar la
    inocencia del rey Alfonso en la muerte de su hermano. Mi dueño, bien llamado Cid el
    Campeador, fue la más noble encarnación del caballero castellano sobre la tierra y su
    fama se cantó en Aragón, Cataluña y Navarra.
  • Si célebre ha sido la Jura de Santa Gadea – intervino Borístenes – no menos célebre fue
    el compromiso a que mi dueño obligó a los persas. En cuanto a grandeza de corazón,
    Adriano fue un emperador noble y austero que emprendió largos viajes por las
    provincias por no dejarse corromper en Roma por la molicie y los regalos. Y sólo él fue
    capaz de reprimir definitivamente la rebelión de los judíos de Jerusalén, destruyendo la
    ciudad hebrea y edificando sobre ella una nueva ciudad romana.
  • Aelia Capitolina acabó con la ciudad santa – dijo Barak – pero Dios quiso que volviese
    a ser Jerusalén para que yo cumpliese mi misión sobre la tierra, complementando el
    milagro de Mahoma, mi dueño, que transformó las tribus paganas, nómadas y
    paupérrimas en un pueblo férreamente unido, adorador del Dios verdadero y capaz de
    lanzarse a la conquista del mundo.
  • Sagrada fue la misión del Cid, mi amo, – se encrespó Babieca – que mantuvo la
    conquista de Valencia frente a los más furiosos ataques almorávides durante largos
    años. Tanto fue su valor, que los mismos enemigos le apodaron “mío Cid”.
  • Si sagrada consideras la misión del Cid – murmuró Bucéfalo – dime cómo se ha de
    considerar la de mi dueño, el rey grande, Alejandro, cuyo destino fue el poder, don
    extraído por los dioses de la caja de Pandora. Poseyó la facultad de hacer invencibles a
    los ejércitos y fue divinizado en Grecia y en Egipto, rey de las cuatro partes del mundo
    en Babilonia y gran rey en Susa. Sólo él pudo domarme, cuando Filipo el macedón me
    adquirió por quince talentos.
  • Grande en efecto fue la hazaña de Alejandro – asintió Borístenes – pero aun cuando la
    grandeza de mi amo no superara la del tuyo, sí superó a todo su amor y compenetración
    para conmigo, pues es bien sabido que el emperador Adriano me consideró el mejor de
    sus amigos, señalando que mi amistad reemplazaba las complicaciones de la amistad
    humana.
  • También yo fui amado por mi dueño – la cabeza de Bucéfalo se irguió de nuevo con
    orgullo – habéis de saber que a mi muerte en Hidaspes, en los confines de la India,
    fundó una ciudad a la que llamó Bucéfala.
  • Pero mi amo – insistió Borístenes, golpeando impaciente el suelo con el casco
    delantero izquierdo – expresó su deseo de que si hubiera podido elegir una condición,
    hubiera escogido la de centauro, tal era la participación que yo tenía en sus impulsos y
    pensamientos y el conocimiento que adquirí de su voluntad.
  • Y sin embargo – el belfo de Babieca se abrió paso entre los de Bucéfalo y Borístenes –
    a tu muerte, Adriano se limitó a adquirir otro caballo, mientras que mi cuerpo fue
    enterrado en el jardín de la catedral de Burgos, por deseo de mi dueño. Cuantos viajeros
    acuden a la catedral a visitar la tumba del Cid, pasan irremediablemente por la mía.
  • No os creáis importantes – indicó altanero Bucéfalo – por haber tenido la amistad de un
    emperador o haber sido enterrado en el jardín de un templo, pues habéis de saber que
    los príncipes de los valles de las montañas de la India, en el Hindu Kush y en las
    altísimas tierras del Himalaya, dicen descender de Alejandro Magno y sostienen que sus
    caballos descienden de mí y en Rawalpindi, los campesinos veneran mi tumba en una
    pagoda budista.
  • Mucha importancia te das, Borístenes – intervino Barak que llevaba un rato
    escuchando y moviendo la cabeza condescendiente y pacientemente – porque tu amo
    fundiera en la tuya su voluntad y llegases a convertirte en continuación de su
    pensamiento. Mucho presumes, Babieca, porque tus pobres huesos se pudran en suelo
    sagrado. Muy orgulloso te muestras, Bucéfalo, de que los caballos de los príncipes
    indios crean descender de tu simiente, pero ved que ninguno de vosotros tres ha
    resistido el tránsito fatal y todos habéis sido víctimas de la muerte. Ni siquiera tú –
    señaló a Bucéfalo con gesto de conmiseración – fuiste digno de acompañar a tu amo a la
    gloria, pues me consta que Alejandro Magno ascendió a los cielos en un carro tirado por
    dos pájaros grifo.
  • Sin embargo, – prosiguió ante la expectación de los otros tres que le miraban con los
    húmedos ollares palpitantes – yo no llevé a mis lomos a Mahoma en la tierra, pero fui
    designado para traerle hasta la gloria. Sí – se pavoneó moviendo la cola a derecha e
    izquierda – desde el punto más alto del templo de Jerusalén, en el monte Moira, elevé a
    Mahoma hasta los cielos, ascendiendo ambos en cuerpo y alma. Para aquella ocasión –
    añadió en el paroxismo de la vanidad – se me otorgó un rostro humano.
    Atónitos, le miraron los tres caballos, comparando sus miserables destinos terrenales a
    la gloria de Al-Barak, cuando escucharon un tenue suspiro tras ellos y volviéndose,
    vieron un humilde borrico, de largas orejas y áspero pelaje que los contemplaba de
    reojo, mientras ramoneaba en el cercano arroyo.
  • ¡Tu! ¡Acércate! – le increpó Borístenes – ¿Cómo es que nos estás escuchando?
    Agachó las orejas confuso el jumento y continuó su silencioso ramoneo.
  • ¿Qué haces tú aquí? – le preguntó Babieca levantando la noble cabeza con altanería –
    ¡Dinos al menos tu nombre!
  • ¿Mi nombre? – el borriquillo abrió los ojos desmesuradamente – ¡Yo no tengo nombre!
    Y, si lo tengo… ¡nunca lo supe!
  • Entonces – la voz de Bucéfalo se elevó airada – ¿cómo es que, sin tener nombre, estás
    en la pradera B del cielo?
  • San Antón me mandó aquí – respondió humilde el asno, – pues dijo que, como no tenía
    nombre, que viniera a la B de burro.
  • ¿Y cómo te atreves a escuchar nuestra conversación? – preguntó un poco enfadado
    Barak – ¿Qué has hecho tú para venir a mezclarte en nuestras pláticas?
  • Yo… – el borrico levantó un poco la cabeza, sin atreverse a enfrentar los brillantes ojos
    de los cuatro purasangres – yo creo que estoy aquí por error.
  • ¿Cómo que por error? – volvió a encresparse Bucéfalo – ¿Desde cuándo en el cielo se
    cometen errores?
  • No fue en el cielo, sino en la tierra – se explicó el pollino – veréis, yo volvía a Betfagé
    después de acarrear gavillas y, como todos los días, nos ataron a la borrica del panadero
    y a mí a la puerta de la casa. En esto que llegaron dos hombres y dijeron a mi amo que
    precisaban a la burra en nombre del Señor, para que se cumpliese la profecía.
  • ¿Qué profecía? – preguntaron a la vez los cuatro caballos asombrados y anhelantes.
  • La que dice “mira que tu rey viene a ti lleno de mansedumbre y montado en una asna,
    hija de una bestia de carga” – prosiguió el burro – y, mi amo, como tenía que devolverle
    la burra al panadero, me puso su albarda y me entregó a los dos hombres, diciéndoles
    que yo era la asna de la profecía. Así fue como, por error, entró Jesús de Nazaret en
    Jerusalén a mis lomos, entre mantos extendidos en el polvo del camino y ramas de olivo
    arrojadas al suelo, que yo fui pisando, orgulloso de sentir sobre mí la más dulce de las
    cargas.
  • ¡Hosanna! – alzáronse voces reverentes y se postraron los cuatro purasangres ante el
    pollino bienaventurado.

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