El esbirro general del Estado

o4 nov. 2025

Si no se encienden todas las alarmas al ver que mientras García Ortiz es procesado Bolaños quiere asaltar la Justicia, estamos perdidos

Que Álvaro García Ortiz se haya sentado en el banquillo de procesados del Tribunal Supremo ostentando aún el cargo de fiscal general del Estado es la penúltima agresión de Pedro Sánchez al Estado de derecho, a la democracia, al sentido común y al buen gusto.

No le enjuicia una banda de tuercebotas politizada, sino la élite de los magistrados españoles, un grupo selecto de profesionales que unen a la solvencia jurídica una resistencia moral a las influencias externas, incluidas las de un dirigente sin líneas rojas capaz de maltratar a la Justicia y tratarla como lo haría un capo de la Mafia.

El relato sanchista, cuya aceptación describe a la perfección al hooligan descerebrado de su triste causa, ha intentado limitar este juicio a las andanzas de asociaciones «ultraderechistas» inspiradas en las maniobras de Miguel Ángel Rodríguez, presentando al procesado como una pobre víctima de su afán por desmontar bulos del gabinete de Isabel Díaz Ayuso.

Pero los autos dictados por el Supremo despejan toda duda, salvo para las grupis sanchistas, acostumbradas a repetir el cacareo oficial sin temor a ser desmontados por los hechos, que nunca les importan: lo suyo es adherirse y repetir la propaganda oficial, a la espera de que el ciudadano se lo trague por fidelidad ideológica y no haga el sencillo ejercicio de comprobar con sus propios ojos la realidad de la historia.

Y la historia es bien sencilla, tal y como confirma la instrucción del caso: el fiscal general del Estado exigió a sus subordinados todas las conversaciones privadas entre la defensa del novio de Ayuso y la Fiscalía.

Después, cuando se las mandaron a direcciones de correo ajenas a la institución, se las debió filtrar parcialmente a periodistas cercanos al presidente y se las remitió en su totalidad a la propia Moncloa, de donde salieron a su vez rumbo al despacho del líder socialista madrileño, Juan Lobato. Quien, en un alarde de dignidad o simplemente por miedo a las consecuencias penales, las depositó ante notario y por ello fue destituido.

Junto a García Ortiz debieran estar sentados en el banquillo de los acusados el jefe de Gabinete de Pedro Sánchez, el hoy ministro Óscar López, o su mano derecha, pero como en Derecho no basta con saber lo que ha pasado y además hay que certificarlo con pruebas, el tribunal no ha podido procesarles también por la única razón de que el fiscal general borró todas las pruebas de su dispositivo móvil, emulando el típico comportamiento de un delincuente que, al oír llegar a la Policía, elimina a toda prisa las pruebas de su delito.

Para «desmontar un bulo», en el caso de que lo fuera, no hace falta cometer un delito. Para perpetrar una operación repugnante de acoso a un rival político al que no se gana limpiamente en las urnas, sí.

Y eso es lo que hizo Sánchez: intentar aprovechar los problemas personales de González Amador, irrelevantes a efectos públicos y ajenos a la presidenta madrileña, para romperle las piernas a su odiada adversaria, la que más y mejor retrata los abusos, las miserias y los planes del sátrapa predemocrático que en estos momentos okupa el poder en España sin ganar en las urnas, sin mayoría parlamentaria y en una actitud de insurgencia clamorosa ante las reglas del juego.

Que a ese obsceno montaje, de inspiración similar al Watergate por mucho que la comparación parezca exagerada, se preste un jurista al frente de una institución del Estado, retrata la catadura de los servidores del sanchismo y la naturaleza de su proyecto: solo prosperan quienes estén dispuestos a ejercer de sicarios de las necesidades de un capo cuya supervivencia pasa por destrozar las normas y llegar a la meta pisando cabezas.

El problema no es el esbirro general del Estado, el típico segundón obediente de todo Régimen con aspiraciones totalitarias; sino la dificultad para replicar a un peligro público que gobierna sin votos, sin presupuestos, sin el Parlamento y que, en plena ola judicial en su contra, se permite mantener en la Fiscalía a una vergüenza para la democracia y moviliza al ministro del ramo, Félix Bolaños, a acelerar en su asalto legislativo a la Justicia, imposible en principio, pero viable si incluye en el viaje alguna sonada concesión para comprarse los votos que le faltan y acabar, ya sí, con la Constitución y lo que representa.

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