Tráfago y tranquilidad

Se trata de una vivencia personal de alto contraste, experimentada en agosto de 2022

Título con dos palabras que inicia la sílaba “tra”, y, sin embargo, expresivas de una vivencia contrastante por no decir contradictoria en alto grado. Vivencia muy reciente, en la que todavía palpitan los efectos psicoespirituales derivados de ambos términos, que me agradaría compartir con mis lectores.

TRÁFAGO

¿Qué nos dice el diccionario de Julio Casares sobre el significado del término?. “Conjunto de ocupaciones que origina mucha fatiga”. Conjunto de ocupaciones: tareas, actividades, encargos, acuciantes y provocadores de fatiga, cansancio, agobio.

Para ser más exactos, y como parte de ese tráfago habría que referirse al bullicio, definido como “ruido y alboroto que causa la mucha gente”, algo que provoca tensión y apresuramiento a veces restallante.

Tal situación de bullicio la causa una multitud de personas de la más variada condición, y esto es lo que hemos contemplado: personas desde bebés en sus carritos empujados por sus padres hasta ancianos decrépitos, con aire despistado a menudo o llevados en silla de ruedas por parientes o miembros del Servicio Atendo, de RENFE.

Todos ellos con las más incontables indumentarias, vestidos largos o pantaloncillos mínimos que descubren unas bien moldeadas piernas de unas y otros.

Personas corriendo a toda prisa ante el aviso de partida de un tren, o sentadas, en espera de ese mismo reclamo.

Es tiempo propicio para la vacación, pleno mes de agosto, y cada cual busca aprovecharlo del modo más atractivo.

He observado este tráfago bullicioso, del que en realidad formo parte, mientras espero sin agobio la salida del tren que me llevará a Segovia, localidad de mi destino.

Es un lugar que despierta toda mi ilusión por uno de su tesoros excepcionales: el monasterio jerónimo del Parral, ubicado en la ronda antigua de la ciudad, y reducto absoluto de la más absoluta tranquilidad (vale la reiteración). Y aquí está el contraste con lo contemplado en la bulliciosa estación de Madrid-Chamartín.

Pero antes de seguir deseo mostrar mi reconocimiento del mencionado Servicio Atendo. Está integrado por personas (mujeres y hombres) con gran capacidad de actuación pero, sobre todo, con excelente actitud de servicio y atención, dispuestos a resolver con plena eficacia el problema del usuario, desde acompañarlo al vagón que debe tomar y dejarlo en su asiento (y si hace falta llevarlo en silla de ruedas) hasta recibirlo en la estación de su destino y dejarlo en situación de valerse por sí mismo. Es admirable y digno de elogio el estilo cordial con que realizan su servicio.

Y pasemos a la vivencia contrastante.

TRANQUILIDAD

Nueva consulta al académico. Nos dice que es la cualidad de “tranquilo”. Y esto significa “quieto, sosegado, pacífico”.

Aquí tenemos tres vocablos que cualifican plenamente el clima y carácter de nuestro destino. Nada mejor para calificar el lugar que nos acoge, el recinto monástico del mencionado cenobio.

Para mantener tales condiciones lo primero que encontramos es un régimen de absoluto silencio que domina en el monumental recinto y lo convierte en un ámbito de serenidad, de paz y sosiego, a modo de vibración que se transmite de un espacio a otro del recinto monástico.

Amplio vestíbulo abierto a una triple arcada y estanque que nos permiten ver la bella masa arquitectónica del alcázar, y da acceso a los claustros, que recorremos acompañados por el hospedero hasta la celda asignada, que se abre al exterior a través de dos ventanas que nos ofrecen un panorama sorprendente: la catedral segoviana emergiendo gallardamente de la gran arboleda que cubre la empinada ladera. La sorpresa y el asombro nos invaden y sumen ya en una quietud silenciosa.

Por fortuna, más bien gracias a Dios, tengo la satisfacción de haberme alojado como huésped en una buena cantidad de monasterios españoles. Pues he de afirmar que no conozco lugar donde la belleza del recinto y amplitud del entorno ofrezcan un conjunto que cautive más hondamente el ánimo del huésped.

Tres aspectos me parecen destacables, como síntesis de la cualidad sosegante que caracteriza este ámbito de la tranquilidad propia del clima monástico.

La celda

Como aspecto más sencillo, la celda. El monasterio del Parral las tiene orientadas hacia la gran ladera repleta de arbolado, de la cual emerge la masa urbana, pero (afortunadamente) sin el menor detalle chocante de algún edificio de gran altura. Lo que sobresale es de tal belleza que supone ya un factor de sumo encanto y paz.

Del conjunto de edificios, se ofrecen a la vista cuatro monumentos espléndidos: de izquierda a derecha hallamos el [1] campanario elegantísimo de la iglesia de San Esteban: puro románico de gallarda esbeltez, y, seguida, la [2]masa gótica de la catedral, con la cúpula del crucero y acabada en la torre campanario; tras un ligero trecho de edificios alternados con árboles, contemplamos [3] la mitad superior de una torre de estilo románico mudéjar, en ladrillo rojo, culminado con un picudo chapitel de pizarra de perfil renacentista. Más a la derecha aparece por fin la inigualable elegancia del [4] alcázar segoviano, un diseño de cuento de hadas como no hay otro en España. Hay que ir a Baviera para hallar en los fantásticos castillos del ‘rey loco’ (Luis II) una imagen comparable, y la española tienen más fortaleza y ‘densidad’ por su origen militar. La formidable torre de Juan II domina el conjunto y completa la seductora visión de esta panorámica.

El interior

Pero pasemos al interior del monasterio para sentirnos cautivados por el milagro del silencio. Ante todo, el parque-jardín-huerta: un recinto de enormes dimensiones, atravesado por un largo paseo con pilastras que sostuvieron pérgolas hoy perdidas en su mayoría.

Gracias a los abundantes manantiales el parque tiene varios estanques, en especial el situado ante la gran terraza donde se puede descansar y contemplar el conjunto visto desde la celda, mas con la gran amplitud de un recinto abierto y rodeado de variada arboleda, con el fuerte colorido de los rojizos y amarronados prunos hasta los más diversos tonos de verde, en prodigiosa conjunción con la masa líquida del estanque alimentado por el surtidor de la boca de un jeronimiano león granítico.

La capilla interior

Y entremos en el ámbito más nuclear del monasterio, la capilla interior, a la cual sólo tienen acceso los monjes, huéspedes y algún ocasional visitante, varón casi en exclusiva, pues el Parral es uno de los contados monasterios que sólo admiten huéspedes varones.

Lo que se ha ido reuniendo en esta preciosa capilla, de amplias dimensiones, pero sin altura abovedada, no es para contarlo. Se precisarían varias páginas.

La preside un bello Crucificado de estilo de transición del Renacimiento al Barroco. A ambos lados se ubican las imágenes de la Virgen del Parral y un San Jerónimo de talla y policromía muy valiosas. La mesa de altar es de gran dimensión y está cubierta con el mantel para celebrar y al que se superpone un paño que varía en su color y riqueza en función de la liturgia de cada día.

Es la participación en esta celebración diaria lo que imprime a la estancia su sello más determinante como experiencia de oración silenciosa y sencillamente solemne. “Tranquilidad”, por tanto, es el término para calificar la vivencia que se experimenta, en absoluto contraste con el tráfago alucinante del vestíbulo de la estación de ferrocarril a la que hemos llegado.

Lo que aporta un recinto monacal

Es posible que muchas de las personas que allí han deambulado precipitadamente lleguen a disfrutar de un tiempo de sosiego y descanso que renueve sus fuerzas vitales desgastadas por el trabajo y el agobio de la vida mundana. Mas nos atrevemos a afirmar que muy difícilmente se hallarán ámbitos en los que tal renovación se verifique con mayor plenitud que la que proporciona un recinto monacal.

Como éste segoviano u otros varios repartidos en el extenso territorio de la mitad norte de la geografía hispana, así como en otros países donde han dejado su impronta inimitable las venerables órdenes monásticas nacidas del deseo de vivir no sólo la fe sino la integridad de la vida con un sentido centrado en la realidad de la trascendencia divina.

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