La adicción al teléfono, a las redes sociales, a los videojuegos, a la tecnología en general y a Internet en particular nos conduce muchas veces a vivir una vida en soledad, pero no en una soledad enriquecedora con nosotros mismos, mirando a nuestro interior y creciendo en autoconocimiento y en autoestima, sino en una soledad absurda que se vive en compañía de otras soledades.
Lo vemos en cualquier lugar. Una pareja o un grupo de amigos sentados, juntos, en un café, en un restaurante, en el transporte público o en un banco del parque, que no se hablan, que no se miran, que no se sienten más que, si acaso, de vez en cuando, para hacerse partícipes de un acontecimiento que sucede en un lugar lejos del que se encuentran o para compartir una actividad ajena a su actividad como pareja o como grupo.
Cada uno mira su móvil o su tablet y, de vez en cuando, llama la atención del acompañante o de los acompañantes para advertirles de lo que está viendo. Es el único punto de contacto que los une durante su soledad acompañada.
Esta forma de vivir en soledad grupal no es nueva. Hace mucho tiempo que existen familias reunidas en torno al televisor para comer, que sustituyen la conversación y el intercambio de contenidos personales por los contenidos de la TV. Y siempre hubo personas que comparten mesa y mantel con el periódico desplegado de por medio, a manera de barrera.
El joven que se encierra en su habitación para entregarse a la tecnología y hay que sacarle casi a la fuerza para que acuda al comedor o a participar en cualquier otra actividad familiar, está rechazando el contacto con los suyos y debe tener sus motivos. Unos motivos que convendría averiguar sin entrometerse en sus intimidades, pero, al menos, para controlar que no vayan a más y que terminen con la comunicación intrafamiliar para convertirse en algo dañino.
El grupo de amigos que se reúne y, tras el saludo, cada uno dispone su teléfono móvil sobre la mesa para dedicarle más atención que a los presentes, está rechazando la compañía de esos amigos. Y es importante observar que, si intentamos hacer ver a una de esas personas que su reunión es absurda o que el comportamiento de su grupo es ofensivo, responde que, si no lo acepta, le espera la soledad, porque todas las personas que conoce hacen lo mismo.
Esta soledad es, con frecuencia, una forma de maltrato psicológico que ya tiene nombre, el ninguneo telefónico o phubbing, que, traducido, significa algo así como despreciar a quien no está al teléfono.
Se observa cuando estamos hablando presencialmente con una persona y nos deja relegados para entregarse a otro interlocutor que llama por teléfono. No se trata de que conteste a la llamada que interrumpe nuestra conversación, sino que se “cuelga” del teléfono ignorando nuestra presencia.
No es cierto que todos hagamos lo mismo, pero sí lo es en la percepción de esas personas que no tienen más remedio que sufrir el desaire de sus amigos para no quedarse sin ellos. Triste, ciertamente, aunque quizá convendría que esa persona se plantease si tiene amigos o si los que considera amigos son los adecuados.
En todo caso, es elección de cada uno: someterse o liberarse. Porque, si nos sometemos, los dispositivos creados para la comunicación se convierten en dispositivos para el aislamiento y la incomunicación.