No se puede negar, tal es la patencia de la situación, que vivimos una época turbulenta en la que han periclitado los principio de la buena convivencia social.
El apetito de poder, de dinero o de placer (y habría que unir más de uno de estos) ha venido a sustituir a la honestidad civil o simplemente mental, al valor de ciertos principios que sirven de fundamento a la convivencia social: el respeto a la vida en su integridad, desde la concepción y nacimiento hasta la muerte, el equilibrio de los poderes políticos, de modo que unos sean moderadores de otros, el sentido de pertenencia a una comunidad forjada a lo largo de la historia, y más si esa historia se halla cuajada de acontecimientos dignos de admiración, aunque no falten los errores.
La herencia del humanismo particularista, engendrada ya en el Renacimiento y cuajada en el Iluminismo francés (aunque algo de los principios civiles también se gestaron en ese contexto intelectual y social) han desembocado en el libertinaje que hoy campea en todo el universo, sin distinción de fronteras o áreas de cultura.
Comienzo estas reflexiones en el 25 aniversario del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA, cuyos representantes actuales (BILDU) dominan en Navarra y con su apoyo hacen sostenible el gobierno de España más sectario y falso que se ha dado en democracia, y también ante la impresión del asesinato del exprimer ministro japonés, un hombre de principios y valores, abatido por las balas de un descerebrado.
Pero no es el único acontecimiento lamentable, que permite abundar en las afirmaciones anteriores. Como acabo de afirmar, en la misma España estamos hipotecados por la maldad abusiva, la falsía y el embuste de unos cuantos insensatos (bastantes más de los que cabría esperar si predominara en la “masa social” la ausencia de principios enunciados al comienzo).
La “rebelión de las masas”, para usar el título del brillante libro de Ortega y Gasset, esa “rebelión”, tal como se está dando desde hace más de una década, es fruto del trabajo de “ingeniería social destructiva” emprendido por la irredenta izquierda.
Esta se alimenta del rencor resultante de haber perdido una guerra civil, provocada por ella al dictado del comunismo liderado por Stalin y perpetrado por su KGB, un hecho de dimensión más que nacional frenado en seco por el conjunto de fuerzas y personas (aunque muchas de ellas fueran asesinadas alevosamente).
Estas fueron dirigidas por un hombre que la izquierda española, con el concursos de gran parte de la europea, ha convertido en una máscara irreconocible, un “monigote” de barraca de feria destinado a recibir todos los pelotazos de los insensatos, ignorantes y perversos autores de la mayor masacre de inocentes que se ha dado en Europa antes del Holocausto nazi.
Los crímenes de la II República que se empeñan en ocultar mientras enarbolan falsas y parciales historias.
Afirmamos de nuevo nuestra convicción de hallarnos en uno de los periodos más nefastos de la historia española, aseveración que hacemos con objeto de fundamentar lo esencial de estas reflexiones.
Pero, continuemos: ¿Acaso es verdad la antigua afirmación del poeta Jorge Manrique, cuando dice en sus famosas “Coplas” que “Cualquier tiempo pasado fue mejor”?
Desde una perspectiva que quiera ser cristiana, ¿podemos hacer semejante afirmación?. ¿Fue mejor el siglo de Nerón, el más arbitrario, cruel y desalmado de los emperadores romanos (y no hubo pocos, Calígula, Cómodo, Heliogábalo, Tiberio, sin descartar a otros), mejor el siglo de las grandes persecuciones, aunque las del siglo XX, por obra del comunismo y nazismo las hayan superado ampliamente?
¿Fue mejor siglo XVII, con los espantos de la Guerra de los Treinta Años?
¿Ha sido mejor que el tiempo que vivimos el siglo XX, con las figuras depravadas de Lenin, Stalin, Hitler. Mao y Pol Pol?.
Baste como muestra de épocas detestables, que en absoluto dan mejor imagen que el desquiciado clima sociopolítico actual, en el que imperan la ley del capricho y la mentira. A pesar de que haya intentos elogiables de lograr un contexto social donde se respeten los valores fundamentales que hacen estimable la existencia humana).
Toda esta extensa introducción, que alguien puede calificar de pesimista, nos sirve de apoyo para afirmar la necesidad de esa virtud cristiana, pero asumible por quien no lo es, que se designa como “fe”, una virtud y actitud comportamental ciertamente difícil, pues tiene una cualidad esencial nada espontánea en el ser humano: es una “virtud ciega”, ya que debe afirmar lo que no ve ni percibe por otros sentidos.
¿Qué afirma la fe? Ante todo, asegura que existe un Ser sumamete inteligente y cuya existencia no depende absolutamente de nadie, un Ser autoexistente y autor de todo cuanto existe. Pero, además, ese Ser de infinita inteligencia y poder es, también, un Ser-Amor por esencia; esto afirma el más fino de los autores sagrados, Juan, el Apóstol, (no entramos en diatribas doctrinales), lo mantiene en su primera carta, la más “suya” y afín a su Evangelio y al texto final de la Escritura Sagrada, el Apocalipsis.
“Dios es Amor” (1 Jn 4, 8). Y aquí está el escollo principal para que la fe se afiance con firmeza en el ánimo y la mente del creyente, pero también de todo ser humano. Al afirmar que el amor es condición esencial de Dios lo hacemos también de las cualidades que derivan de tal característica, ante todo, de la bondad.
El Amor es bondadoso, se preocupa del ser humano y de toda la Creación. Numerosos salmos (ese conjunto de poemas orables) lo afirman. Y añaden otro rasgo que se apoya también en el amor: la misericordia. Dios es misericordioso, y lo es infinitamente, igual que bondadoso. Pero vayamos a la cuestión de la naturaleza amorosa de Dios y la necesidad de una robusta fe para afirmarla.
Muchas personas, tal vez sobre todo jóvenes, han perdido hoy el sentido de pertenencia al cristianismo a consecuencia de la contradicción que perciben entre todos los grandes desajustes de la sociedad y del ser humano en general, y esa idea de la ‘infinita bondad de Dios’.
No entienden que Dios no intervenga o influencie de algún modo para evitar o corregir los escandalosos desajustes, que dan lugar a tantas situaciones lamentables e injustas que contemplamos en la actualidad.
Los ‘sabios’, teólogos conocedores de la doctrina, afirman que Dios respeta la libertad humana y por ello no interviene en absoluto, y se reserva la intervención para un momento final de la Historia , ignorado por todo ser humano.
Un experto investigador e intérprete de la Sagrada Escritura, Klemens Stock, tiene un libro en el que comenta el libro del Apocalipsis. Se titula “La última palabra es de Dios” y viene a desarrollar mucho de lo que estamos comentando. Pues bien, para aceptar esta paradójica situación es precisa la fe. Y no una fe cualquiera, sino de sólida estructura.
Mas tal cualidad, nos dicen, no se obtiene con el esfuerzo humano, aún el de mejor intención. La fe es virtud, y, como tal, debe ser infundida por el mismo Dios. Pero la fe tampoco es pasividad, es actitud, mano tendida hacia Dios. Esto es lo que nos hace capaces de afrontar las dudas y conjeturas que surgen en la mente humana. Nos aseguran que debe pedirse y que es fruto de la oración.
Por ello, tal vez por la tendencia humana actual, que podemos estimar hipertrofiada, de valerse por sí misma, la fe se hace más difícil de obtener, y esto explica la situación de crisis que hoy se está viviendo en el ámbito eclesial, las defecciones en el clero y la carencia de vocaciones consagradas.
Una realidad que da pie a muchos para sostener la existencia de esa crisis que se intenta afrontar con sensatez y, sin duda, con fe desde la libertad