Peregrinos de Santiago

La etapa entre Villafranca del Bierzo y O Cebreiro se reveló como una de las pruebas más exigentes del camino. Tras diecisiete jornadas de pistas, senderos y cruces de arroyos, nuestros músculos vibraban con ese dolor sordo que advierte de los límites del cuerpo. La cuesta interminable susurraba historias de peregrinos bendecidos por la etapa; al tiempo, cada paso sobre sus piedras resbaladizas conformaba un diálogo entre la voluntad y la rendición.

Al coronar el puerto, el viento helado de la sierra nos abofeteó, pero en nada mitigó el alivio de ver las pallozas de O Cebreiro y sentir en nuestros rostros el orballo de bienvenida.

El aroma a caldo caliente y pan de centeno recién horneado que emanaba de Casa Valiña nos envolvió con su hechizo culinario. La fatiga se esfumó al cruzar el umbral de la taberna, donde el crepitar de la leña en la chimenea tejía una sinfonía de hogar.

Éramos tres náufragos terrestres —compañeros y amigos que partimos de Madrid con mochilas demasiado cargadas— que ocupamos la mesa de roble del fondo, desgastada por generaciones de caminantes. El menú, escrito con tiza temblorosa en una pizarra junto a la barra, nos hizo sonreír con complicidad: lentejas estofadas con chorizo de Lalín, filete de rubia gallega con cachelos y tarta de Santiago para exorcizar dulcemente las agujetas. No hubo necesidad de deliberar: pedimos los tres lo mismo.

Fuera, la niebla empezaba a besar los dinteles de piedra, difuminando los contornos del pueblo como una acuarela celestial.

En aquel instante comprendí que el Camino no era solo un trazo amarillo en los mapas. Cada peregrino lleva su Santiago interior: algunos buscan perdón entre las sombras del Pórtico de la Gloria, otros anhelan perderse para reencontrarse, muchos simplemente necesitan creer que aún existen lugares donde un extraño te ofrece fruta o te cura las ampollas sin preguntar tu nombre.

Los últimos cinco días hasta Compostela los caminé con una certeza nueva: las auténticas catedrales son estos santuarios efímeros —una mesa compartida, un banco al amanecer donde alguien deja un plátano para el siguiente caminante, junto a la risa que brota al reconocerse en el otro—. Y aunque nuestras credenciales selladas en Finisterre confirman «aquí termina el camino», todos continuamos en el camino, cargando mochilas invisibles llenas de aquellos abrazos sin prisa, de miradas que enseñaron más que mil sermones y silencios que curan heridas que ni siquiera creíamos tener.

Un comentario en «Peregrinos de Santiago»

  1. Totalmente de acuerdo. Ya he experimentado la dureza de esa subida al Cebreiro y la energía que se siente arriba. El Camino no se acaba nunca afortunadamente

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *