Hemos vivido, aunque sea a distancia y por medio de la televisión, un acontecimiento excepcional que ha tenido una duración de varios días, dada la relevancia del personaje protagonista: la muerte de la reina Isabel II del Reino Unido, seguida de toda la solemnísima celebración de homenajes y exequias hasta su sepultura.
Al fallecer en un lugar tan lejano de la capital del Reino como el precioso castillo de Balmoral en las lejanas tierra escocesas, y precisar de un traslado hasta Londres, pasando por territorios del país donde se prestaban las correspondientes ceremonias de homenaje, han sido precisos muchos días en los que se ha movido una ingente cantidad de medios personales y de público.
La contemplación de estas impresionantes celebraciones suscita reflexiones de muy diversa índole, y entre ellas la comparación con el modo de actuar de los ciudadanos ingleses respecto a otros, por su cercanía con los propios de España, tal como se ha dado en ocasiones parecidas.
EL PROTOCOLO Y SU TRASCENDENCIA
Ante todo, ha llamado la atención hasta el límite el preciso, y precioso, digamos sin eufemismos, modo de llevar a cabo los numerosos actos de homenaje, con innegable inclusión hasta los de carácter religioso, con evidente primacía en el acto central del solemnísimo funeral de estado, lo cual no es cuestión secundaria en un país que tienen como norme la imparcialidad y neutralidad en esa importante materia de la vida ciudadana.
Inglaterra, con su modélica democracia, ha prestado ‘servicios’, digamos en términos laicos, de carácter religioso y ha evidenciado tal sentimiento, que fue factor de primacía en el pensamiento y obrar de la soberana fallecida.
Esto es muy importante, digno de anotar, cuando en situaciones de cierta analogía, nuestro gobierno elimina conscientemente toda referencia a dicho factor, amparándose en un falso concepto de la laicidad, que en realidad implica la posición de un laicismo beligerante anticristiano.
Y, en lo que se refiere al desarrollo de los actos programados, absolutamente todo se ha realizado con una solemnidad y exactitud que pone de relieve la trascendencia que el Reino Unido ha otorgado a la figura desaparecida de su Reina, pero también a la institución monárquica.
Es cierto que Isabel II ha mantenido un talante y estilo personal con las que ha logrado la simpatía y el amor de sus súbditos, y también (otro detalle a destacar) el respeto sin rebozo de los numerosos partidario de un sistema republicano como medio de regir el destino y las cuestiones de la política.
Cuando se piensa en las numerosas muestra de rechazo y falta de respeto que manifiestan mediocres individuos como los separatistas y republicanos de varias regiones de España (es lo que son, partes integrantes e históricamente pertenecientes a la única nación que merece tal término), sujetos que pululan por nuestra escena política, se advierte la diferencia entre políticos con la cabeza en su sitio y zascandiles populacheros que detentan un poder inmerecido.
Los actos se han ido sucediendo con una precisión y puntualidad asombrosas, y tanto más cuanto han participado como actores miles de personas, militares y civiles.
Ha sido impresionante contemplar la sucesión de las no pequeñas etapas del traslado del féretro a través de Escocia e Inglaterra hasta su casi definitivo descanso en Westminster para el final homenaje de miles de ciudadanos que han hecho horas y días de cola para pasar por la capilla ardiente (ese cuidadoso aterrizaje del avión que portaba desde Edimburgo los restos, hasta aproximarse despacio al grupo que debía recibirlos, así como su traslado en automóvil por las autovías de la capital británica).
Muy interesantes los breves pero sentidos actos de la Vigilia de los Príncipes, con la impecable presencia uniformada de los cuatro hijos de la Reina, y ocho de los nietos al día siguiente, alrededor del catafalco.
Una escena rebosante de sentido, pues, aunque sea el cumplimiento de unas normas, la visión de estos familiares inmediatos alrededor del túmulo, silenciosos y recogidos, es algo que impresiona.
Un cuarto de hora de vela en esa actitud da para pensar y recordar con algo más que mero cariño superficial.
Detalles a consignar de la misma actitud de cordialidad entre los miembros de la familia real, que han limado las hasta ahora tensas relaciones entre el príncipe Harry y otros miembros, han sido la aparición de los dos hermanos, Guillermo y Harry, con sus respectivas esposas, para ver los recuerdos dejados por el público, y el conceder al menor de los nietos permiso para utilizar su uniforme militar en la Vigilia.
Pero conviene precisar, para valorar la personalidad de la soberana fallecida, que todo este minucioso protocolo ha sido revisado y en gran parte redactado durante años y hasta los últimos años, por la propia reina, como han comentado varias veces los informadores.
Valor trascendente de una fe que no se ha mantenido pacatamente disimulada en falsas actitudes de indiferencia. Isabel II ha profesado un cristianismo sin rebozo y ha querido que su muerte haya sido tratada como lo que es, un encuentro con Dios Padre.
Y los responsables de despedirla han demostrado consecuentemente su adhesión a la monarca desaparecida.
Esto debe ser destacado en un tiempo como el nuestro, cuando tanto se omite e ignora, consciente y culpablemente, la relevancia absoluta del valor religioso en la vida de las personas y los pueblos.
EL FUENERAL DE ESTADO, ACTO CULMINANTE.
El comentario final sobre este solemne conjunto de actos termina con la alusión al más importante y central de todos ellos: el funeral de Estado.
La magna celebración del mismo, con la asistencia de la casi totalidad de los máximos dirigentes mundiales en el recinto del bellísimo gótico inglés de la abadía de Westminster ha mostrado la relevancia que la reina Isabel II ha tenido en el escenario mundial.
Y es importante comentar dos detalles. El de menor importancia, pero sí para los políticos y pueblo español, ha sido la presencia conjunta de los cuatro monarcas vivos (reyes y reinas) en muy destacado lugar de los invitados.
Para cabreo del mendaz gobierno socio comunista que soportamos, el rey reinante, Felipe VI, y el Emérito, Juan Carlos I, con sus respectivas esposas, han sido colocados juntos por el protocolo inglés.
Nada de pamplinas ni chismorreos insultantes ha impedido lo que debía ser.
Algo de su reprobable actitud ha sido el comentario desde el gobierno sobre esta ubicación conjunta. La Casa Real se ha disculpado, innecesariamente a mi entender, remitiéndose al protocolo inglés, pero el indecente gobierno ha tenido el mal gusto de calificar como ‘anecdótica’ la presencia del rey Juan Carlos junto al monarca reinante. ¡Vaya ‘anécdota’ llena de sentido, la de esta presencia conjunta!. Que se fastidien los enemigos falaces.
Pero, y esto es lo de valor trascendental, el acto de despedida de la soberana fallecida no ha sido una ‘anecdótica’ ceremonia desprovista de sentido trascendente, no. ¡Ha sido un acto íntegramente religioso!.
Los miembros de la realeza británica, los monarcas invitados, los mandatarios de la mayoría de los países del mundo, han seguido, mediante el folleto que a todos se entregó, la solemnísima liturgia, empapada con la belleza de los cantos corales espléndidamente interpretados, liturgia en la que se ha hecho lectura de textos de la 1ª carta de San Pablo a los Corintios y el Evangelio de San Juan, seguidos del sentido sermón del arzobispo anglicano de Westminster y de breves palabras de oración pronunciadas por insignes ministros de varias confesiones religiosas, entre ellos el cardenal-arzobispo católico de Canterbury.
Todo ha concluido con el grandioso sonido de las trompetas y de la gaita real, antes de transportar el féretro de la reina hasta el exterior, para su traslado procesional hasta el arco de Wellington y siguiente colocación en el vehículo que lo ha trasladado hasta Windsor, donde recibirá sepultura.
Asombrosa en todos los órdenes la amplia celebración, como testimonio y ejemplo para los numerosos dirigentes mundiales, y en concreto para los españoles, ahora ufanados en vacías demostraciones de falaz laicidad que desconoce las raíces de las que se nutre nuestra idiosincrasia existencial como nación de larga historia. Pero no todo ha sido protocolo oficial de un magno homenaje.
EL PUEBLO INGLÉS
Todo lo anterior requiere la alusión elogiosa del modo de comportarse los miles de ciudadanos que han pasado por la capilla ardiente de la monarca fallecida, que tantos años ha sido el factor cohesivo de la vida política y ciudadana de los ingleses.
Es cierto que ha habido un breve incidente del sujeto que saltó los límites de seguridad y llegó a tirar de la bandera que cubría el féretro y tocar el mismo, pero no ha habido expresiones que hayan alterado la seriedad y solemnidad del homenaje a Isabel II.
Muchos de los que pasaban hicieron una inclinación de cabeza ante a la altura del catafalco con el féretro. Y no sólo vimos a ancianos o mujeres. Bastantes jóvenes mostraron con ese ademán su respeto hacia la fallecida Reina.
Es también cierto que mucho de este protocolo minucioso tiene una repercusión mediática respecto a la imagen de la monarquía como forma de gobierno, pero no podemos quedarnos con esta idea utilitaria.
El pueblo británico, por encima de una espectacular parafernalia perfectamente programada y llevada a cabo por tan diversos integrantes, ha mostrado en esta memorable ocasión, que la persona de su soberana ha sido para ellos una realidad valiosa que tiene su raíz en el corazón de estos súbditos.
CONCLUSIÓN AUTORREFERENCIAL
¿Cabe imaginar algo similar en nuestro entorno?
La innegable actitud de división y enfrentamiento entre partidos y políticos de encontradas tendencias no permite conjeturar nada comparable con el responsable y compacto comportamiento de los varios integrantes del mundo inglés.
Esto ha sido un testimonio del buen sentido de los mismos.
Sí, ha habido un preciso y bien cumplido protocolo, pero ha habido algo más, y esto es necesario hacerlo constar. Yo lo llamaría ‘civismo’, ‘cultura política’, actitud que incluye la estima del valor de las instituciones centenarias, como es la monarquía.