Seguimos con la serie de reflexiones sobre el genial compositor Gustav Mahler, a quien podemos considerar como una especie de ‘filósofo’ que expresa su pensamiento a través de la música. Mahler nos comunica su ‘filosofía de la existencia’ en insuperables obras musicales, sinfónicas sobre todo, que superan los límites de la mera inspiración musical.
(y III) Mahler el inagotable, su “cuarta” o el summum de la delicia
Tras escuchar dos versiones magistrales de la Cuarta sinfonía de Mahler siento la necesidad “urgente” de volver sobre este genio irrepetible de la gran música, uno de los contados “semidioses” que han descendido a la tierra para hacer soportable el estado de postración a que nos condujo el pecado de Adán (no entremos en disquisiciones hermenéuticas).
Claudio Abbado, al frente de la orquesta del Festival de Lucerna, y, en todo lo alto, Leonard Bernstein ante la insuperable Filarmónica de Viena. Con las sopranos Magdalena Kozená, el primero, y una joven y deliciosa Edith Mathis el judío americano, dos sopranos de talante y estilo muy diverso, que ya comentaremos.
Volver sobre Mahler y, en concreto, sobre esta maravillosa Cuarta, su “sinfonía gozosa”, la que nos regala antes de entrar en el “universo de los espantos”, de los que sólo con el inmenso paréntesis de la Octava, nos da respiro en el “pasmo” del sufrimiento y la mortal melancolía de sus sinfonías, a partir de la quinta, donde ya se arroja en demencial torbellino hasta las profundidades infernales.
La Cuarta de Mahler, la culminación del ciclo de la “vitalidad esperanzada”, que inicia con su Primera y precede al gran drama musical de su restante obra, a partir de la Quinta, y que es reflejo del suyo existencial y de sus “premoniciones catastróficas” de la historia universal, a la vez que de su propia existencia (el amor apasionado y arrollador por Alma, traicionado por la bellísima vienesa, a la que perdona desde el “reducto” de su irremediable pasión por la madre de sus dos hijas, que nos dejó como herencia el insuperable adagietto de la Quinta).
Si se puede calificar con el adjetivo “delicioso”, de sabor sentimental y hasta algo cursi (aunque en Mahler esto es inimaginable, dada la hondura emocional de todo cuanto compone, y en concreto esta sinfonía y sus demás adagios, uno de ellos aquí). Si cabe usar ese término para referirse a una completa obra mahleriana, nos tenemos que limitar a la Cuarta, aunque en la Tercera hay fragmentos que merecen ese calificativo, sobre todo el quinto, con las voces de niños y mujeres.
No se espere un comentario, digamos “técnico”. Aquí no van a aparecer términos de “saber musical”, alusiones a compases, “quintas” o “séptimas”. Es la expresión de un más que aficionado, pero ignorante del lenguaje estrictamente musical. Son impresiones teñidas de emotividad y fruto de la fascinación que esta música ha provocado en un “contemplador” del arte de los sonidos.
Con esta advertencia previa, vamos con su Cuarta. Ante todo hay que elogiar la excepcional interpretación de las dos versiones. Y de las dos se debe distinguir la espléndida fotografía de la de Bernstein, sin desdeñar la de Abbado.
La filmación de la versión de Viena es completísima, con visiones magníficas de las secciones de la orquesta (esas trompas y maderas) y de la personalísima y apasionada dirección de Bernstein, que sabe imprimir el “tempo” y el “ritmo” adecuados a la orquesta de maestros en la interpretación (¡qué ‘Filarmónicos’, y qué bien se ven en esta grabación!).
Pero centrémonos en la música. Y no digamos los enfoques de la soprano. La gracia juvenil de Mathis queda realzada por la fotografía. La “sorpresa inicial” de los cascabeles o sonajas nos hacen pensar que esta sinfonía es una evocación de la niñez temprana. ¿No podríamos pensar en el cascabeleo que una cariñosa madre hace sonar sobre la cabecita de su hijo dormido para despertarlo del modo más alegre?. Tras este inicio luminoso, los compases van desgranándose con una elegancia y un sentido festivo maravillosos.
No entramos en detalles técnico-musicales. Digamos tan sólo que el “hechizo” en que nos va sumiendo esta música es de un nivel supremo, aunque, por “querencia” personal, destacamos en primer lugar el adagio, uno de los tres sublimes “tempos” de carácter “amoroso”, que Mahler nos regala generosamente, desde esta Cuarta a la Sexta.
En la Cuarta, a tono con el resto de la belleza grácil y envolvente de toda la sinfonía, y los de la Quinta y Sexta como “paréntesis” de paz y ternura engastados en el tráfago dramático del resto de ambas obras, tiempos que nos permiten “respirar” del agobiante pavor que los demás movimientos de ellas nos provocan, y que llegan a su colmo con los tres violentísimos y duros golpes de maza (nos “estallan” sobre la cabeza) al final de la Sexta.
En la Cuarta todo es delicia, que va discurriendo sin alteración, a la vez que sin suavidades extrañas al maestro bohemio, hasta desembocar en el alegre y festivo lied final. Ahora hemos de expresar nuestra preferencia por la interpretación de Edith Mathis respecto a Magdalena Kozená con Abbado. La primera, soprano muy veterana ya, nacida en 1938, y la segunda todavía joven mezzosoprano (1973). Pero en esta versión Mathis se encontraba aún en plena juventud.
En esta sinfonía Mahler nos ofrece una visión del mundo que podemos calificar de “idílica”, casi “sobrenatural”, aunque nada “católica”.
Hay una espiritualidad bellísima, amable, que corresponderá al sonido de la madera y las trompas (hasta cinco) sobre el denso fondo de la cuerda. Para comenzar, la sorpresa de los cascabeles, que volverán a sonar otras veces, pone de relieve el talante festivo de un cuento narrado en el lied final, que anima al compositor en esta obra, donde se recrea en la visión de un cielo vivenciado por un niño, como nos “describirá” abiertamente en el maravilloso y “cantarín” lied final.
En el movimiento primero, como en realidad en toda esta sinfonía, no hay nada desagradable, todo es delicia esperanzada que subrayan las maderas, los oboes y flautas, sobre el “bordoneo” de pizzicatos de la cuerda.
Bernstein subraya cada pasaje destacando con la maestría y pasión, a la vez que el sosiego cuando la música lo pide. Los temas que se desarrollan en este movimiento, magistralmente “enhebrados”, vienen a desplegar a nuestros sentidos la belleza fascinante de la naturaleza, ahora en clave de canción, como el autor había previsto realizar en toda la obra y que desechó finalmente.
En el segundo movimiento el protagonismo corre a cargo de los violines primeros, iniciados por el concertino, para dar paso a un tema “bullidor” que nos ofrecen los clarinetes y, más adelante, las trompas. El papel de la cuerda es dominante, con un ritmo deliciosamente acariciante. Todo en esta obra es delicado, amable y grato, sin los contrastes dramáticos que brindará en sus demás sinfonías, salvo la “sagrada” Octava.
Y vamos con uno de los pasajes más entrañables y acariciantes: el tercer movimiento de esta sinfonía; “Ruhewol. Poco adagio”. Es el primero de los tres “tiempos dulces” que nos va a deparar este genio de la expresividad. Pero, cuidado, no se interprete el término “dulce”, aquí empleado, como algo “sensiblero” o “dulzarrón”.
De Mahler no cabe esperar algo así, en él lo que aflora ante el oyente, en verdad fascinado, es un intimismo que surge de la más fina y profunda interioridad, algo que sólo Mahler es capaz de regalarnos.
La cuerda (aquí sí que es gran protagonista) nos traslada a una esfera cósmica y existencial que sólo se encuentra en los ámbitos celestiales, a la vez que tiernamente humanos. Los metales y maderas subrayan el canto de violines y violonchelos. Todo es como un “avance” emocional, y emocionante, de lo que nos cautivará en el movimiento final mediante la voz de la soprano.
Pero este movimiento tiene también acordes fuertes, intensos, que dan paso a los sucesivos pasajes serenos y acariciantes. El termino anterior es necesario emplearlo, porque en éste, como en los otros dos movimientos de lirismo intimista, en la Quinta y Sexta, la música evoca la caricia.
Mas, no hay nada torpe o de rastrera sensualidad. Aquí todo es serenamente tierno, expresión de amor sin violencia ni turbación, aunque no deja de haber la vibración sensible de una emocionada afectividad.
De estos sublimes movimientos adagio, de la Cuarta a la Sexta, hay que decir algo que puede sonar tal vez un tanto “cursi”, pero que en absoluto evoca un sentimiento facilón; hay demasiada expresividad emocionada y lírica para sugerir cursilería.
Hay que calificar este exquisito conjunto melódico como “música para enamorarse” o, más aún, como “música para enamorados”, tal es la vibración que suscitan estas notas, que, bruscamente, se interrumpen con un “fortíssimo” acorde de toda la orquesta, con el fuerte protagonismo de los timbales, con la deliciosa palpitación de cascabeles, algo así como un arrebato de los amantes, que nos va a introducir poco a poco, por obra de las flautas y clarinetes, hasta llevarnos finalmente, en las “manos delicadas” de la cuerda, al tema del lied, que nos va a extasiar en el movimiento final, y da paso a la voz argentina de la soprano.
Y aquí hemos de hacer el cálido elogio de una juvenil Edith Mathis (a la que no dudó en escoger el superdirector Karajan para su versión con la filarmónica berlinesa; por algo sería), que nos “cuenta” al cantar, esa narración del Wunderhorn repleta de ingenuidad infantil, con tintes de cierto desenfado en la visión de un cielo repleto de cosas riquísimas: verduras, frutas, animales de diversa especie, que en nada parece se sientan afectados por su sacrificio (el degüello del buey por San Lucas tal vez sea el detalle cruel, aunque en nada lo siente el evangelista).
Todo es aquí amable, bullicioso y “juguetón”, como corresponde al espíritu y genio de unos pequeños infantes que gozan ya de un cielo sin nubes. El tema es reiniciado por la orquesta y la soprano, que, en esta soberbia versión, literalmente, “representa” escenográficamente con una soltura y gracia insuperables, que muy pocas otras “intérpretes” de esta excelsamente feliz sinfonía han conseguido ofrecer.
Y del director, ¿qué decir?. Hay que asombrarse de su versatilidad para marcar los diferentes ritmos adecuados. Es un gozo contemplar al sudoroso Bernstein dando las entradas a los grupos de instrumentos, con gesto facial y ademanes de plena “dominación” del “valor armónico” que os diferentes momentos requieren.
A tales personajes magistrales, Director y Soprano, corresponde una filarmónica vienesa que bien merecida tiene su fama. La filmación, que ofrece enfoques continuos de los grupos de instrumentos, alternados con la soberbia actuación del Director y el encantador “subrayado” de la orquesta a la “gozosa” narración cantada de Edith Mathis.
En resumen, estamos ante una versión modélica, en la que todos los intervinientes contribuyen a mostrarnos un Mahler que podemos estimar “diferente”. Pero en la línea musical de su primer ciclo sinfónico, cuando todavía su “complejo existencial” no ha roto la visión y perspectiva de perfiles sobrenaturales que resplandece en estas primeras sinfonías.
Antes de “caer”, no sabemos del todo a causa de qué motivo o conjunto motivacional, en el piélago brumoso y trágico (aún incluyendo su aparente paréntesis de la Octava, pero que su Canción de la Tierra va a subrayar) que constituye el resto de la monumental obra de este finalmente atormentado “soñador” de espantos y catástrofes.