Acababan de abrir el Carrefour en Ciudad de los Ángeles, Madrid, donde me encaminaba apresurado a comprar espuma de afeitar, mientras mi esposa terminaba de hacer las maletas para emprender viaje en cuanto yo regresara a casa.
En uno de los bancos de madera del pasillo central estaba, supongo que recién sentado, un hombre de unos noventa años, bien vestido y de buena presencia.
Me hizo un gesto para que me acercara. Así lo hice. No sé por qué, pero lo vi muy vulnerable. Imagino que algún familiar o persona cuidadora lo habría dejado allí mientras hacía la compra.
“Buenos días”, le dije.
“Buenos días. ¿Me puedes dar la paguilla?”, me espetó sin más.
“¿La paguilla?”, repetí.
“Sí, la paguilla”, dijo a la vez que frotaba repetidamente el pulgar y el índice de su mano derecha, simulando que contaba billetes.
“Pero supongo que usted estará jubilado y tendrá su paga”, respondí.
“Ya, pero la paguilla es la paguilla”.
No supe en ese momento si calificarlo de pícaro o inocente. Se asemejaba al abuelo de Heidi; sin embargo, sostenía una sonrisa en la que habitaba un niño.
Extraje el monedero y le di un euro. “Aquí tiene la paguilla”, le dije, devolviéndole la sonrisa.
Quedó muy contento, guardó la moneda y me dijo adiós.
Correspondí a su despedida y, conforme me alejaba, fui consciente de que también yo me encontraba contento. Tengo setenta y tres años; mis cabellos de parecido color a los suyos, pero no pude evitar sentirme tocado por la inocencia, alegría y tal vez picardía que emitía aquel hombre. Su espontaneidad me regaló una valiosa enseñanza: en ocasiones, la felicidad se encuentra donde menos la esperas y cuesta solamente un euro.