Fuego he venido a traer a la tierra y qué quiero, sino que arda, Lucas 12:49-59


Este pasaje de San Lucas simboliza el amor de Cristo, Hijo de Dios y del Hombre, por el mundo. Tan inflamado de amor se ve que da la vida por llevar la llama, a quien desde siglos muere de frío por su ausencia.

No parece que a Cristo se le pueda entender de manera racional. A Cristo se le ama o se le da la espalda, pero no se le puede ignorar. Llama a tu puerta y es potestad abrirle o dejarle en el rellano.

Sin embargo, pretender entenderle es como desmenuzar una amanecida o evadir el recuerdo de aquella primera mirada, que hizo saltar chispas en nuestro corazón. Es así y en tal manera que cuando el fuego de Cristo te alcanza, no encuentras agua suficiente para apagarlo y no te queda otra sino dejarte consumir.

Cristo no pertenece a ninguna iglesia y es de todas a un tiempo. Cristo es el estado de conciencia, al que el hombre puede aspirar y uno de nosotros hace tiempo lo alcanzó. Cristo renace al muerto que nos habita y lo hace cuando su luz penetra en lo más recóndito de nuestra esencia.

Es por ello que conviene mantenerse en limpieza y transparencia, dado que en el atardecer de la vida sabemos de cierto que se interesa y nos examina en el Amor.

El pecado del hombre radica en la mente. En ella habitan la división y el desconsuelo; en contrapartida también se encuentra Él. Pecado entendido no como mal sino ausencia de bien.

La vida no es otra cosa sino una oportunidad de actuar desde lo mejor que se puede llegar a ser e intentar dar con aquello que en algún momento nos fue arrebatado. Tanta maravilla ha de alcanzarse al despertar en nosotros al Hijo del Hombre, que damos la vida por vivirla y llegamos a morir por no morir.

De forma que sin entender el mundo y desde la pulsión que nos impele a mejorarlo, es seguro que las guerras y el desconsuelo surgen de nuestra aparente dualidad. La razón de tal desazón no sé cuál pueda ser.

El mundo se manifiesta en oposición, desde el momento en el que somos conscientes de habitarlo. Entonces ya no parece tan maravilloso y pretendemos cambiarlo, cada cual a su manera. El mundo Es sencillamente y no como Es, sino Es. Un hecho, un camino, hacia la Casa del Padre.

Hay criaturas que recorren sus caminos y lo hacen dormidas desde el túnel del parto hasta la línea que nos separa del túnel del otro lado; otros despiertan a mitad y los más lo hacen o hacemos en el umbral de ambos.

Nuestra mente en inercia de milenios se halla en permanente conversación consigo misma y no alcanza a entenderse; sin embargo, nunca ceja en el empeño. Paradójicamente el léxico no verbal del que se sirve la misma lo conforman nuestros miedos y enredos. La palabra nace por tanto de un pensamiento estancado o de la imagen asociada a la apariencia de lo que creemos ser y se afana en retorcer los hechos para acomodarlos a cuanto le lleve a sentirse segura.

No obstante, apenas observas la aparente realidad de las cosas, te haces consciente de una nueva panorámica y por fuerza has de concluir de que no es más que pura elucubración, especulación o intento de aproximación a una verdad, que no sabemos cual es.

El amor es un sentimiento y una decisión al tiempo. Un sentimiento imposible de negar, pero sí de ocultar.

Meses atrás sentí una explosión de amor inmenso y repentino que me brotaba de los adentros. Era algo inconcreto y a la vez vinculado a un recuerdo. No puedo explicarlo con palabras. Me quemaba y el cuerpo no ardía. El cielo me envolvió en su fuego y en ningún momento quise apagarlo.

A los catorce años descubrí por vez primera al Cristo que me amaba y lo sentí dentro.  Me dirigí a Él y le hice saber que ya había sufrido demasiado. Le pedí que me llevase. Más de cincuenta años transcurridos y ahora no tengo prisas siquiera para morirme, pero sí para sentirme de nuevo en la plenitud de su llama viva.

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