FE, MISTERIO Y PERCEPCIÓN SENSIBLE

“Quien a Dios tiene, nada le falta”. Esta famosa frase teresiana, resonaba en la memoria de aquel amigo que se confiaba a mí, y a su mentor, otra voz parecía decirle: “¿No tienes bastante conmigo? ¿Cómo atiendes todavía, a tus años, a esas tendencias de percepción sensible, de tacto y visualidad?” Y es que, en el fondo del alma, todavía vibraba el deseo de una relación de cariño apreciable sensorialmente.

Me contaba Teófilo que buscó en el libro donde Jacques Maritain había desarrollado un penetrante estudio psicológico de los que consideraba como padres del pensamiento y actitud existencial modernos: Lutero, Descartes y Rousseau. En el estudio sobre el catastrófico reformador alemán, padre del subjetivismo egocéntrico que caracteriza la actitud psicosocial del mundo moderno, había una frase suya, pronunciada en un sermón: “Así como no tengo poder para no ser hombre, así tampoco depende de mí el vivir sin mujer”. A esta sorprendente conclusión sobre su personalidad turbulenta, hay que unir otra, a la que llegó en la fatigosa y perdida lucha con sus apetitos: “La concupiscencia es invencible”. Y el amplio significado del vocablo  “concupiscencia” se centraba en Lutero en la dimensión carnal, que tiene directa relación con la conclusión antes mencionada. Y es que, ¡es tan hermoso el cuerpo y el rostro de una bella joven, tal como lucían ahora las muchachas, con ligero impudor, por las calles, sobre todo  durante el verano!.  

Teófilo se asombraba de la virtualidad de aquellas afirmaciones del hereje, que no tenían nada de equívocas, aunque reflejaban rasgos de una personalidad peligrosamente dominada por las más viles tendencias, cuyas propuestas pusieron en situación de conflicto cuanto se había construido por las notables y nobles mentes de los más grandes pensadores y maestros de la vivencia del Evangelio, a partir del mismo Jesucristo, a lo largo de quince problemáticos siglos de modelado de lo que es una existencia cristiana.

No discurría la memoria de Teófilo a lo largo de un farragoso recuerdo de las figuras descollantes de esta fascinante historia, aunque sí retuvo la mención de la que, tal vez, en el drama de su existencia, constituye un modelo de la incansable búsqueda de la verdad y la superación de sus antes bastardas tendencias, que en buena parte podían respaldarse con las dos citas del patético exmonje agustino y hemos aportado. Teófilo recordó al gran doctor obispo de Hipona, San Agustín, que refleja en las páginas de sus “Confesiones” la tremenda lucha que sostuvo con las tentaciones que marcaron su adolescencia y juventud.

Se propuso releer la famosa obra del santo converso, que, tras abrazar definitivamente la fe de su madre Mónica, regresó a Tagaste y fundó con unos amigos una comunidad dedicada al estudio, la meditación y la escritura en defensa de la fe asumida frente a las desviaciones que surgían, muchas de ellas, trufadas de la satisfacción de apetitos mundanos. Conversión, mantener vuelto el rostro a la faz de Jesús que, a falta de visión personal, aquel artista sevillano había llegado a “reconstruir”, con titánicos esfuerzos y largos estudios, como posible rostro del “hombre de la Sábana Santa“, un rostro de ojos penetrantes que le recordaban el salmo 138: “Señor, tú me sondeas y me conoces; conoces mi pensamiento, todas mis sendas te son familiares; antes de que se forme una imagen en mi mente ya te la sabes toda”.

Y la secreta voz continuaba: “Es ahí, en esos ojos, en esa imagen y en su invisible presencia donde tienes el sentido de tu existencia, aunque te martillee la deliciosa figura de la criatura añorada, el “imposible metafísico”, que por otra parte, para ser realista, ni siquiera ella sospecha de la fuerza de su atractivo, y tampoco tiene por qué poseer las cualidades que tu febril imaginación le atribuye”.

Estas juiciosas consideraciones vibraban en lo más íntimo de su conciencia y le invitaban a acudir al recurso que su fe le sugería: la súplica, aunque la oscuridad de la misma fe no dejaba de suscitar un poso de desconfianza.

“Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme”. Esta, la invocación inicial de las Horas litúrgicas, se había convertido en la jaculatoria preferida por Teófilo. Nada se movió en su interior. Entonces acudió al recurso que sí poseía condición perceptible: la música. El CD con los adagios de Mahler, comenzó a sonar, con sus acentos acariciantes. El doliente ánimo comenzó a sosegarse y entrar en una serenidad no exenta de nostalgia, más con acentos que empapaban de paz el alma del anciano soñador, que siempre sospechaba un misterio: ¿Era, acaso, aquella sublime armonía un regalo del Invisible e Inaudible Señor de las etéreas esferas imperceptibles para los sentidos humanos?  No era posible resolver el enigma, que pertenecía al ámbito de lo que se designaba como “misterio“.

La condición problemática de esta experiencia, que se repetía al escuchar las intemporales obras de los grandes compositores, no era resoluble mediante el recurso a cualquier ciencia, por fina que se tuviera. Aceptó, pues, Teófilo el sumergirse en la envolvente vibración de estos acordes, que ponían en su espíritu sosiego indefinible, y dio gracias a Quien había dotado de tal genialidad a un ser humano.       

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