El otoño en Madrid vestía de dorado y tristeza. Las hojas de los castaños de indias, amarillas y crujientes, danzaban en espirales lentas antes de posarse sobre el asfalto oscuro, ya manchado por las primeras gotas de una lluvia fina y pertinaz. El cielo, de un gris plomizo, parecía pesar sobre la ciudad como una losa.
Bajo un puente, en un rincón protegido del viento, pero no de la humedad, una pequeña figura se arrebujaba entre varios cartones desvencijados. Era solo un bulto más, una sombra inadvertida para los transeúntes que, con prisas y paraguas, huían del inclemente clima.
Por la acera, mojándose sin importarles, avanzaba muy despacio una pareja. Iban de la mano, pero no era un gesto de amor romántico, sino de necesidad mutua, de sostén ante una caída inminente. Sus pasos eran pesados, como si arrastraran cadenas invisibles. Él, David, llevaba el mismo traje negro con el que había enterrado a su hija hacía apenas unas horas. Ella, Elena, tenía los ojos tan rojos e hinchados que casi no se le veía la mirada. Acababan de decirle adiós para siempre a Clara, su solecito de doce años, tras una larga y despiadada batalla contra la leucemia. El agotamiento no era solo físico; era del alma. Habían atendido con educación automática a familiares y amigos en el tanatorio y en el cementerio, pero ahora, en la soledad de la lluvia, el vacío era absoluto, un eco doloroso en el pecho.
Fue Elena quien, alzando la vista un momento del suelo, vio el pequeño montón de cartones. Y vio, asomando por entre ellos, unos enormes ojos color miel, llenos de un miedo antiguo. Sin mediar palabra, ambos se detuvieron. En un mundo que se les había venido abajo, aquella mirada frágil era un punto de anclaje inesperado.
Se acercaron con cautela, como si temieran asustar a un animalillo herido. David se agachó, ignorando el agua que empapaba sus pantalones.
—Hola —dijo su voz, ronca por el cansancio y el llanto—. ¿Tienes frío?
La niña, desde su escondite, los observó. No vio lástima en sus ojos, sino una profunda tristeza que resonó con la suya propia. Asintió levemente.
—¿Te apetece cenar algo caliente con nosotros? —preguntó Elena, y su voz sonó a la vez quebrada y tierna—. ¿Tienes hambre?
Un destello de esperanza, tan tenue que casi se apaga, brilló en los ojos de la pequeña. Asintió de nuevo, con más fuerza esta vez, y salió a rastras de su refugio. Era delgadísima, y llevaba un pañuelo descolorido cubriéndole el cabello. David le tendió la mano. Ella la miró un instante, luego posó la suya, pequeña y sucia, en aquella palma grande y segura.
La llevaron a un bar cercano, tranquilo y con una luz cálida que contrastaba con el gris de la calle. El contraste del ambiente con su realidad era brutal. Pidieron sopa. Cuando llegó el primer plato humeante, la niña, Yasmin, lo devoró en silencio, casi sin respirar. Luego un segundo, y un tercero. Después, un filete con patatas. No preguntó si era cerdo, las reglas de un mundo que ya no existía ya no importaban. El hambre, un hambre que le crujía las entrañas y le nublaba el pensamiento, era lo único real.
Entre sorbo y sorbo de caldo, entre bocado y bocado, la historia de Yasmin de Marrakech salió a trompicones, en un español titubeante pero comprensible. El viaje en patera con su familia. La tormenta. La ola monstruosa, negra y fría, que le arrancó de los brazos a su hermanito bebé. El grito de su madre ahogándose. El silencio después. Ella, la única que logró aferrarse a un resto del bote. La llegada a una costa que no conocía. Caminar. Caminar sin rumbo, escondiéndose, pasando hambre, frío y miedo. Nadie la veía. Ni Cruz Roja, ni policía, nadie. Hasta ellos.
—Ya no tengo lágrimas —dijo, con una serenidad aterradora—. Se me acabaron en el mar.
David y Elena la escucharon, con el corazón encogido. Su dolor, tan inmenso, encontró de pronto un espejo en el dolor de esta niña. La pérdida de Clara era un abismo, pero la soledad absoluta de Yasmin era otro. Sin pensarlo, casi por instinto, Elena dijo:
—No vas a volver a los cartones. Ven a casa con nosotros.
Yasmin los miró, buscando la trampa, el engaño. Pero solo vio honestidad y una pena que entendía a la perfección.
La llevaron a su casa. Era una casa que aún olía a medicinas y a ausencia. Le dieron un baño caliente, ropa limpia (un pijama viejo de Clara que les partió el alma al sacarlo), y la acostaron en una cama mullida, en la habitación de invitados. Pero la pesadilla no termina con la seguridad. Esa noche, y muchas que siguieron, los gritos de Yasmin desgarraron la silenciosa casa. Gritos en árabe, gritos mudos, sudores fríos y temblores. Soñaba con el mar enfurecido, con las olas que se llevaban a los suyos, con la sensación de hundirse en la oscuridad.
David y Elena acudían cada vez, sin falta. Ella se sentaba en la cama y la mecía entre sus brazos, canturreando suavemente las mismas canciones con las que había calmado a Clara en sus peores noches de fiebre. David le traía vasos de agua y le enjugaba la frente con una toalla. No decían «ya pasó», porque no era cierto. Le decían «estamos aquí», «no estás sola», «estás a salvo».
Poco a poco, el dolor compartido empezó a tejer un nuevo comienzo. Yasmin no reemplazaría a Clara, eso era imposible. Pero encontró en David y Elena a unos padres que, habiendo perdido tanto, tenían aún un amor infinito para dar. Y ellos encontraron en ella una razón para levantarse cada mañana, para volver a llenar la despensa, para sonreír ante una palabra nueva en español, para vivir.
Era una historia sentimental y cruda, tejida con hilos de pérdida y lluvia otoñal. Pero en el centro de esa crudeza, como un brote verde entre la tierra fría, empezaba a florecer, lenta y tímidamente, la esperanza.
Un comentario en «Entre Cartones»
Muy bonita historia. Una gran ternura.