INTRODUCCIÓN TERMINOLÓGICA
Como el término fundamental es un tanto ambiguo, me he molestado en consultar un par de fuentes para determinar el significado de esa palabra a la que le tengo bastante simpatía: El “AURA”. Y la consulta me ha dado un buen resultado. Julio Casares, en su espléndido diccionario ideológico da como concepto de “aura” “Viento suave y apacible”, mientras que la consulta en internet ofrece varias acepciones, de las cuales me quedo con dos: “Halo que algunos dicen percibir alrededor de determinados cuerpos y que reciben diversas interpretaciones” y “Ambiente o sensación que emana de algo o alguien y que provoca una determinada impresión”. Dada la ambigüedad de ambas acepciones, me quedo con la segunda, que tiene un núcleo más indeterminado.
Pero la acepción de Casares es muy buena cuando hay que referirse a algo relacionado con lo trascendente, lo divino. Recuerda el pasaje del Libro de los Reyes en el que el profeta Elías tiene en el monte Horeb una experiencia de presencia de Dios. “Sopló un viento suave, y ahí sí estaba Dios”.
EL HECHO: UNA VIVENCIA DE CERCANÍA DE DIOS COMO “AURA”
Tras un viaje sin incidentes desde Andalucía, hemos llegado en el comienzo de la tarde de un día agosteño al corazón de Castilla, a una de sus ciudades-joya, Segovia, para vivir una estancia retirada en uno de sus espacios más cualificados para ello, el monasterio jerónimo de Santa María del Parral.
En anteriores artículos he descrito con detalle qué se puede encontrar en un lugar como este, igual que se experimenta en otros monasterios, compartiendo la vida de los monjes, su silencio y liturgia. Aquí nos espera un entorno privilegiado por su extensión, belleza y sencillez de vida, lo sabemos por estancias anteriores.
Al abrirnos la puerta del monasterio accedemos al amplio vestíbulo, abierto al exterior por tres arcos, a cuyos pies hallamos un estanque surtido por el agua que mana de la boca de un león tallado en granito: es la imagen simbólica del santo que anima a la orden monástica de este cenobio. Y sólo esta acción, el entrar en un espacio desde el que, además, se divisa la bellísima arquitectura del Alcázar segoviano, visto entre los cipreses junto al estanque, el espíritu del huésped se siente invadido por el misterio del silencio monacal. Un oblato nos recoge la maleta y conduce hasta la celda de la hospedería.
Estamos en una habitación muy sencilla y con estricto mobiliario, el imprescindible para el género de vida que haremos estos días. Mas en dicho lugar se abren dos ventanas que dan vista a un panorama fascinante: la amplia ladera que se extiende desde la carretera por donde vinimos y se eleva hasta la ciudad, está cubierta de una frondosa arboleda que nos cautiva con la variedad de verdores de sus árboles, lo oscuro de los cipreses, verdes brillantes de los chopos, el más pálido de los olmos: un prodigio de la naturaleza. Y en lo alto, luciendo con el sol de la tarde temprana, la imagen elegantísima de la catedral segoviana y, a su izquierda, la elevada silueta del más destacado arte románico segoviano: San Esteban. También aparece sobre el caserío urbano la torre románica de San Andrés, entre el verdor de unos chopos. Todo un panorama asombroso que podremos contemplar día y noche.
No es una novedad, sino la maravilla que esperábamos encontrar a nuestra llegada, como otras veces. Mas en esta ocasión ocurre algo que invade nuestro ánimo y lo sobrecoge: desde este admirable conjunto de naturaleza arbórea y arquitectura sagrada parece surgir, o dicho en términos más ‘etéreos’, ‘emanar’ algo así como un flujo invisible pero que se ‘siente’, y se adueña de nuestro espíritu.
Nos quedamos clavados junto a la ventana mientras percibimos cómo esa misteriosa fluencia va penetrando en nuestro interior y derramando como un aura, un suave vibrar, que nos despierta la consciencia de hallarnos en una Presencia sublime, misteriosa y envolvente, que nos traspasa de sereno fervor, sin violencia ni conmoción psicológica. Es la sensación de haber entrado en un ámbito sacral en donde nos encontramos llenos de una vida de soberana riqueza.
EL AURA DEL SILENCIO Y LA ACCIÓN SAGRADA
Mas no tenemos tiempo de sumergirnos en este fluido misterioso. Queda poco tiempo para que se celebre por la Comunidad el Oficio de Vísperas, al que deseamos unirnos. Tras una breve estancia en la celda tomamos el ascensor que nos lleva a la planta baja, a la que se accede por una puerta de forma ojival, cerca de la cual se encuentra la puerta de la capilla interior.
Pero la vivencia de sentido espiritual que tuvimos en la celda se continúa al asomarnos al claustro. A la vista se abre la gran amplitud de dos naves abiertas al patio ajardinado por los grandes arcos que las configuran. En una de ellas se abren una serie de puertas ojivales que corresponden a las celdas de monjes, mientras que la otra muestra las aberturas de varias dependencias, la primera de ellas la de la capilla interna de la Comunidad.
Toda esta profunda extensión espacial parece vibrar misteriosamente por el efecto del absoluto silencio que la ocupa y ‘empapa’: es el ‘clima’ definitivo, que llena con su impalpable flujo de etereidad todo el conjunto monástico y penetra nuestra alma con una serenidad desconocida por el mundo.
Y pasamos a la capilla: el Oficio de Vísperas está próximo a celebrarse. Pero nuestro ánimo ha sido absorbido, nada más entrar, por la honda realidad que vibra en todo el amplio recinto. Si en la celda y con la visión del claustro hemos tenido una vivencia de sentido espiritual, esta asombrosa y suavemente estremecedora sensación alcanza un nivel de suprema altura cuando nos adentramos en este espacio sagrado. Todo en él contribuye a generar tan profunda impresión.
EL ÁMBITO SAGRADO: PRESENCIA DIVINAL
La capilla tiene en su cabecera la imagen de un Crucificado de estilo renacentista, de gran serenidad. Sin los detalles de sufrimiento que palpitan en las imágenes barrocas. Es un Cristo en paz. A sus pies se encuentra el sagrario, una brillante pieza de dorada orfebrería flanqueada por dos grandes copas. A ambos lados de la hornacina se encuentran otras dos imágenes: la pequeña figura pétrea de la Virgen de El Parral, que dio nombre a la medieval ermita origen de este monasterio. Y al otro lado, cómo no, la figura, esta sí, de barroco ascetismo, del gran padre San Jerónimo, titular de la Orden que habita este monasterio, único en el mundo.
La capilla muestra una gran mesa de altar, en aquel día cubierta con un paño de rico damasco rojo y oro, pues se celebra la fiesta de una gran mártir actual, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, la destacada filósofa judía alemana Edith Stein.
Convertida al catolicismo, profesa como carmelita descalza en Colonia, y murió en la cámara de gas del campo nazi de exterminio de Auschwitz. Frente a la puerta de sitúa el ambón para las lecturas, cubierto igualmente con un paño del mismo tejido del que cubre el altar. Estos detalles de gran belleza evidencian el primor con que los monjes jerónimos cuidan la liturgia.
Además, cuenta el recinto con sillería muy sencilla para monjes y huéspedes, y cubre sus paredes con una riquísima variedad de figuras, lienzos, tallas y otros objetos valiosos. La capilla tiene tres ventanales de diseño ojival, el central, triple, con la imagen de Santa Paula, la discípula destacada de San Jerónimo, y los laterales de menor abertura.
Pero no entramos en más detalles. Lo fundamental de esta vivencia es el aura sagrada que constituye el ambiente de esta entrañable capilla y que parece flotar en el aire. Al rezar o adherirnos al canto de los salmos que entonan los monjes, subrayado por el armónium, experimentamos la densidad sublime del estar tributando alabanzas a Dios, con el valor que le presta este conjunto de rasgos que integran un ámbito en el que la presencia divina se percibe con una patencia que no aparece en el recitado hechos en particular o con la débil plenitud sacral con que se celebran muchas liturgias en templos urbanos.
Esto nos lleva a percibir que estamos en una dimensión de realidad que, dentro de la limitación humana, podría vivenciarse como ‘celestial’. Nos vienen a la memoria las sublimes pinturas con que el visionario fray Angélico representó en muchos de sus lienzos o frescos a los coros de los ángeles cantando las alabanzas al Señor de los señores. Y nuestro espíritu se esponja mientras pensamos: “Aquí está la verdad en su más auténtico sentido”.
Terminadas las Vísperas se tiene la cena, en las condiciones descritas en anteriores artículos, y, tras el sobrio condumio, se vuelve a la capilla, en la que se concluye la jornada con el rezo de Completas y el canto en latín de la “Salve Regina”. La capilla queda a oscuras y sólo la luz de la pequeña hornacina en donde, con un cirio encendido a sus pies y un gran ramo de flores, se venera la antigua imagen medieval de Santa María de El Parral.
Impresionante momento, en el que la vibración sensible de lo esencial adquiere una asombrosa plenitud. Cuando terminamos, el claustro se halla, al salir, en penumbra, tan sólo iluminado por los cuatro faroles de las esquinas: Misterioso y sereno pálpito nos envuelve, mientras monjes y huéspedes nos retiramos a nuestras celdas.
Mas todavía queda tiempo para completar esta hermosa vivencia de suprema hondura: Al entrar en la celda, nos sorprende el fulgor que nos llega a través de las ventanas, con las imágenes de la Catedral y las torres de San Esteban y San Andrés, radiantes sobre las tímidas luces del recinto urbano.
Nos asomamos a una ventana y el conjunto se completa con ese fastuoso brillo del Alcázar: Fascinación absoluta y vivencia del aura que flota y asciende desde la masa vegetal y los monumentos iluminados.
El tiempo de actos monacales ha terminado, pero tenemos a nuestro arbitrio, sin tiempo, la maravilla del panorama nocturno segoviano que embriaga nuestro ánimo con su radiante belleza, porque no es una experiencia de vértigo enloquecedor, sino de éxtasis ante la obra creadora de Dios, la naturaleza verdeante y el agua, junto a la del hombre, colaborador en la arquitectura de los recintos sagrados que se vislumbran.
EL DÍA A DÍA MONÁSTICO: SACRALIDAD Y SERENA EXPANSIÓN
La jornada diaria en el Parral discurre bajo dos signos que se complementan: las celebraciones sagradas de oficio de las Horas y Eucaristía junto a la permanencia en el amplísimo espacio del parque, huerta y jardín del monasterio, con la fricción asombrosa de un elemento natural que en este cenobio es predominante: el agua. Los ricos manantiales que tiene el subsuelo del recinto alimentan fuentes en toda su extensión.
La mañana comienza con los oficios de Lectura y Laudes, a los que sigue muy de cerca el de Tercia, tras el cual se tiene el desayuno y se abre el tiempo de trabajo para los monjes y de expansión para los huéspedes. Las celebraciones sagradas revisten similar carácter al que hemos descrito para las Vísperas y Completa de la tarde, de modo que el aura invisible que se adueña del ambiente hace su aparición inmediata, con la añadida visión del extenso claustro mayor.
Hemos dejado la celda, desde cuyas ventanas nos asombró la visión de los monumentos segovianos, iluminados por el sol matinal. Este espectáculo radiante se mantiene a lo largo del día con los cambios de orientación del sol que cubre las piedras catedralicias y las torres románicas, como panorama que se ‘encarama’ sobre la frondosa arboleda de la ladera. Nuestra experiencia de estancias en diversos recintos monásticos no conoce visión tan fascinante como esta. Y la tendremos, ampliada, cuando estemos en el parque.
En efecto, a media mañana nos encontramos en condiciones de salir al jardín y disfrutar de su amplia extensión. Mas, como sorpresa inicial, nos encontramos al comienzo con una singular fuente: sobre el gran recipiente donde cae el agua se halla un surtidor sorprendente: es una cabeza de elefante, con la trompa extendida de la que mana el agua. Nos cautiva este elemento lleno de gracia, junto al extenso paseo flanqueado por pilastras pétreas, que recorremos admirando la visión de la arboleda, las flores y, en lo alto de la ladera, los formidables monumentos segovianos. Es un panorama absolutamente encantador que llena nuestra sensibilidad de luz. El aura se ha hecho fascinadora belleza que nos desborda de paz.
TERRAZA Y ESTANQUE DONDE CANTA EL AGUA
No vamos a entrar en detalles descriptivos, ya tratados anteriormente. Sólo la vivencia con el apoyo imprescindible. En la mañana y hasta la hora de misa (13,00 h) hemos podio recorrer el largo paseo y admirar todos los alrededores. Para descansar nos dirigimos a la amplia terraza situada delante y en inmediato contacto con el estanque mayor del recinto. Nos sentamos en uno de los sillones y contemplamos el prodigioso panorama que se ofrece a nuestra vista: la frondosa arboleda que tenemos al fondo y la que rodea la terraza. El verdor de la mayoría arbórea contrasta con el oscuro rojizo de los prunos que mueve una serena brisa. Al fondo los monumentos segovianos. Y como música indescriptible la que forma el agua que cae sobre la extensión del estanque.
Pensábamos leer algo y nos hemos llevado un libro. Mas la maravilla que se ofrece a nuestra contemplación posee tal grado de belleza que la lectura queda para más tarde. No hay más que dejarse absorber por el aura que vibra con indescriptible suavidad, contrastada por el rumor del grueso brazo de agua que se derrama de la boca del granítico león jeronimiano. El líquido es de un frescor delicioso y podemos probarlo, gracias al jarrito de hojalata que cuelga de un gancho en la baranda que cerca el estanque. Un aliciente más para completar nuestro descanso tras el dilatado paseo. Y me pregunto asombrado si en este mundo cabe hallar realidad semejante a esta vivencia de plenitud sin paliativos.
Poco después nos sumergiremos en la hondura sacral de la capilla, donde se va a desarrollar el misterio eucarístico junto a los monjes y demás huéspedes. Es el momento de tributar nuestra alabanza y gratitud a Quien nos envuelve con tan magnífico regalo. Una situación en la que la fe no requiere esfuerzo psíquico alguno para mantenerse atento, porque la densidad del misterio que nos rodea y penetra: “Myssterium fascinosum”, tal como dice el ilustre investigador Rudolf Otto al analizar y denominar la realidad de lo sagrado, “Dios está aquí”, canta el himno eucarístico. Sí, y aquí lo estamos viviendo, en el prodigioso contexto y ambiente monacal, como una brisa, un viento suave y apacible, “el aura de lo divino”, que renueva nuestra existencia y que invade silenciosamente el recinto. Dios sea bendito por los siglos. Amén