Con el carácter de cierta continuación del artículo “Tráfago y tranquilidad” dedico unas reflexiones al tema del descanso, ahora veraniego, pero referible a cualquier periodo en que se tome como tiempo para dejar la ocupación habitual, no abandonada pero sí ‘suspendida’ temporalmente.
El descanso, la búsqueda de un tiempo en que cesar en la tarea absorbente del diario trabajo para situarse en una condición que permita recuperar energías y ánimo (tal vez la fuente de toda energía) que restauren el equilibrio psicosomático, y así permitir a la persona reemprender su actividad más habitual.
De las maneras como la gente se afana para ‘escapar’ al agobio del quehacer cotidiano y buscar modos o formas de lograr esa deseada ‘recuperación vital’ nos aturden incesantemente en los medios, con infinidad de crónicas, imágenes, entrevistas a ‘pacientes’ en los más diversos destinos.
Hay ámbitos que gozan de la preferencia de hombres y mujeres, de edades muy diferentes. Tal vez los más deseados sen las playas y la montaña.
Las primeras, vistas como medio de desprenderse de cualquier ocupación en un relax absoluto, son, al parecer, las más buscadas, lo cual implica ocuparse, incluso intensamente, meses antes del periodo vacacional, para localizar aquellos lugares que ofrecen más posibilidades de disfrutar de esa laxitud que se estima esencia de lo que es el descanso.
Mas lo que se encuentra en tales lugares, a la orilla del mar, ¿es realmente ‘tonificador’, restaurador de lo más nuclear del ser persona, o, a menudo, no supone más que cambiar un agobio (el del trabajo profesional) por otro (el hallar espacio, amplitud de tiempo y ausencia del ‘marasmo’ humano)?
Cuando a través de la pantalla del televisor se contempla cómo y de qué manera se encuentran saturadas muchas playas y/o sus lugares anejos (terrazas y chiringuitos donde lograr una mesa para comer o tomar un refresco) nos invade la duda de pensar qué género de descanso consiguen los que pueblan estos lugares (sin contar con lo que supone para familias jóvenes, el cuido imprescindible de bebés o pequeños que trastean sin tino y multiplican la ocupación vigilante de padres y/o abuelos).
La montaña tiene otro carácter, tal vez más apacible, pues no concurre de modo tan intenso el rasgo de multitud y precipitación que campea en las playas. Es medio que ofrece el disfrute de amplios horizontes en caminatas que contribuyen a un ejercicio físico que no se practica en el tiempo de la habitual ocupación, sobre todo si ésta es sedentaria y exige, por ejemplo, pasar horas ante un ordenador.
Los espléndidos parajes de todo el norte de España poseen un gran atractivo, que incluye, si se tiene además algún interés por la arquitectura, sea religiosa o rural, la posibilidad de descubrir antiguas calles sin bulla de transeúntes o sencillos templos románicos que son un auténtico disfrute para la vista y el espíritu, y podemos referirnos al disfrute hasta para la boca, si se topa uno con un mesón que ofrece platos propios del lugar, de calidad inencontrable en sofisticados restaurantes.
Hemos glosado los, llamemos, ‘destinos’ apetecibles más frecuentes para la ‘escapada’ veraniega. Mas no son los únicos, ni siquiera los que poseen caracteres que proporcionen lo más esencial del concepto ‘descanso’.
Hace algún tiempo que se ha descubierto y se busca un tipo de ámbito o lugar que es bastante más que un ‘sitio’ donde estar.
Desde tiempo inmemorial ha habido personas que han buscado algo que les permita sumirse en lo que genera un descanso pleno para el cuerpo y el alma: el silencio.
Porque, ¿cabe imaginar tal condición en una playa, con el ir y venir cargados con la sombrilla, en búsqueda de un espacio libre, sorteando cuerpos tumbados al sol (y ahora, con frecuencia, luciendo una desnudez que aviva el deseo carnal), entrando y saliendo al agua (si no hay que recorrer bastantes metros para que nos cubra y refresque). La experiencia del que escribe puede asegurar que esta situación implica cambiar un agobio por otro.
Silencio, recogimiento, entrar en la propia interioridad (ejercicio a menudo rehuído para no hallar motivos lamentables). Si se encuentran tales rasgos y se añade el lograrlos en un entorno físico bello y en un paisaje sugestivo, tal vez con manantiales que ofrecen corrientes de agua fresca, por decir algo de lo mucho que descubrimos y que despierta el asombro, a la vez que realmente tonifica lo más profundo de la personalidad; si esto alcanzamos a vivir en este ámbito, como entorno de alto valor existencial, entonces tenemos la experiencia de lo que más propiamente puede considerarse ‘descanso’.
Mas, ¿Dónde se ‘esconden’ tales ‘oasis’ de paz y sosiego, más allá de todo barullo apetecible como estupendo sitio de vacación y descanso? Es un ‘secreto’ que corre de algunas bocas a otras y que a quien lo prueba deja fascinado y cautivado para siempre: los recintos monásticos.
¿Cómo, que me estás diciendo? ¿Qué esos sitios tan aburridos, con mujeres y hombres que no hacen más que rezar, son lugares para el mejor descanso? Pues, sí; lo afirmo sin dudar y con la convicción que da la experiencia de muchos años frecuentándolos.
La mitad norte de España conserva gran cantidad de estos recintos, en los que el huésped es acogido con una cordialidad que no es ficticia. Y encuentra un espacio sencillo, y, con frecuencia, con el añadido de templos de sabor artístico en su arquitectura e imaginería que despierta la admiración.
Es cierto que estos ámbitos sagrados, y la condición de sus habitantes, tiene el sello de lo sobrenatural como cualidad dominante, pero en gran medida esta es una de los rasgos que contribuyen a suscitar el auténtico sosiego en el ánimo del huésped, pues, sin ir más lejos, ¿cabe vivenciar algo más sosegante que la escucha de un salmo en canto gregoriano?
La presión inquietante del diario laborar se diluye al ‘ensalmo’ de los melismas del canto litúrgico y hace aflorar a la superficie del alma lo más noble y ‘restaurador’ del complejo anímico humano, el que reconocemos como ‘ser profundo’.
Silencio, quietud sin aburrimiento sino como vitalidad esencial humana, desprendimiento o enfoque serenado de los asuntos que generan inquietud y agotamiento, hallazgo de la dimensión más auténtica del ser.
Esto es lo que se vive y disfruta en el ámbito sublime de los recintos monacales, junto a hombres y mujeres que han hecho de su vida una donación inquebrantable en honor del Dios absoluto.

Saben transmitirla, sin ingeniosas prédicas, a cuantos se ‘atreven’ a compartir su consagración existencial a quien es Autor, no sólo de la creación de lo visible, sino de la belleza, del amor, la paz y la plenitud del ser por encima de cualquier transitoriedad o circunstancia.