Carta desde el cielo de Filadelfia de Alexander Graham Bell a Mabel, su esposa.

(Cuento escrito por el autor de este texto)

Filadelfia, EE.UU., noviembre de 1876

Querida Mabel:

Cuando tu padre contrató mis servicios como profesor de discurso visible, no sospeché que acabaría perdidamente enamorado de ti.

Transcurridos ya unos años de aquello aún me siguen conmoviendo tu fuerza y determinación. Eres la persona sorda más valiente que he conocido.

La sordera forma parte de mi vida. Mi madre comenzó a dejar de oír cuando yo aún era un niño. Estábamos muy unidos y necesitábamos el uno del otro. Poco a poco entre los dos fuimos ideando un lenguaje de gestos, que marcaría mí destino y también, de manera inesperada, el tuyo. Resultó inevitable por tanto dedicar mi vida a la comunicación visible, sin saber que esa decisión acabaría por traerme desde otro lado del Atlántico a la orilla de tu corazón. Ahora sé que tú y mi madre sois la profunda inspiración y el sentido de mi vida. El desarrollo del teléfono surge del fondo de mi alma más que de mi razonamiento.

Mabel, el teléfono ha de llegar a todos, sin importar para quien sea la gloria de su invención, con tal de que la humanidad se beneficie del habla y la escritura a través de la línea telefónica. Perfeccionarlo me resulta agotador, al tiempo que estoy sometido a una encarnecida lucha de inventores, molinos que en realidad son gigantes. Sin ti me sería imposible soportar los interminables pleitos en favor de mi patente que aún me agobian. Gracias por ser mi principal apoyo y por la calidez de tus abrazos.

Mabel, cada vez que te miro o imagino, repaso el perfil de tu piel y me detengo, puro deleite, en tus labios que dibujan verbos y sonrisas. Eso me lleva a un estremecimiento sobrenatural, más allá de toda ciencia. Tú dices que ves mi voz cuando tiemblan los míos; yo en los tuyos percibo mariposas que arriban a mi estómago y me elevan de ti al beso enternecido. Mabel, si realmente fuese capaz de expresar gráficamente lo que siento, sólo se me ocurriría bajarte estrellas del cielo en lugar de escribir apresuradas notas en papel usado.

El día en el que te vi por vez primera me sentí como desnudo ante ti, una niña de apenas quince años. Yo era un emigrante escocés serio, maduro y desgarbado, todavía en duelo y tristeza por la temprana muerte de sus hermanos. Nada más verte mi corazón se aceleró de forma tal que creía ibas a percibir cómo me temblaba en el pecho. Tú no sentiste lo mismo. Yo te parecía muy mayor. Debo de admitir sin embargo que desde ese primer instante me propuse robar el tuyo. Supe con la mayor certeza que hubiera tenido nunca que estábamos hechos el uno para el otro.

Próxima la clausura de la exposición de Filadelfia, hago un repaso de lo acontecido en estos años de felicidad contigo y agradezco al universo la fuente de inspiración que sigues siendo para mí, como también lo has sido antes para tu padre, fundador de la escuela oral para sordos de los Estados Unidos.

Espero y deseo que algún día el mundo sea, gracias al invento del teléfono, un lugar mejor, más amable y conectado, y que reconozcan en ti el amor que lo hizo posible.

Paradójicamente la telefonía mantiene todavía lejos del servicio telefónico a las personas sordas. Pareciera que el teléfono hubiese tomado vida propia y decidiera por sí mismo, sin contar con la voluntad de quienes lo hacemos posible.

Hace un tiempo llegué a pensar que el telégrafo múltiple os facilitaría participar en la normalidad de la comunicación a distancia. No ha sido así. Quizás deba de contener mi impaciencia y seguir investigando hasta tanto encuentre una forma más sencilla de hacer posible la escritura a distancia.

Mabel, ¡Cuánto te amo! Si la muerte me alcanzase seguiría enamorado de ti en lo invisible. Tal vez la telefonía permita en siglos venideros establecer comunicación con el espíritu dé los fallecidos. No dejes vida mía de intentarlo conmigo si mis latidos cesaran antes que los tuyos.

Quiero para finalizar agradecer la plena confianza que tuviste y tienes en mí. A tu padre le costaba al principio entender que el teléfono fuese de alguna utilidad. Sin embargo y no sé por qué tú confiaste en mí desde el primer momento de manera incondicional.

Apostaste muy fuerte el día que me llevaste, sin saber yo dónde iba, a la estación de Boston con un billete en mi cartera destino a Filadelfia. Previamente, y a escondidas, habías empacado mi equipaje. Me despedí protestando, pero tú con gestos extraños simulabas que no entendías lo que te decía. Un día después mi teléfono y yo nos encontrábamos en la primera exposición mundial que tuvo lugar en el mundo.

En un rincón del gran edificio de exposiciones, acertó a pasar por donde me encontraba el emperador de Brasil, don Pedro II, quien me reconoció de inmediato como la persona que le había sido presentada meses antes en Boston, ¿Qué noticias me trae usted de las personas sordas y mudas?, me dijo a modo de saludo. Le respondí que cada vez eran mayores los progresos; luego le animé a probar el teléfono.

Quedó sorprendido al escuchar mi voz al otro lado del cable de cobre: ¡He oído, he oído! repitió con entusiasmo. Eso me dio a conocer al mundo.

Mabel, si he de pedir algo más a la vida, pido la eternidad para estar junto a ti. Mas si eso no me fuese concedido, por favor recuerda siempre cuanto te quiero y te he querido.

TU ALEC, Maestro de sordos

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