(LOS SANTOS Y DUFUNTOS O ‘HALLOWEEN’)
Una psicóloga para mi desconocida hasta ahora, Silvia Álava, ha tenido el acierto de publicas en EL PAÍS, un enjundioso artículo que titula decididamente: “Somos muy hipócritas”, texto que ha recogido ese cajón de sastre llenos de tonterías y con alguna cosa interesante, como ésta. Silvia prosigue diciendo, como cabecera de su artículo: “Celebramos Halloween y nos disfrazamos, pero no hablamos de la muerte con los niños.”
¡Ahi va, qué atrevimiento! Mencionar uno de los temas ‘tabú’ para esta sociedad de la apariencia y la mentira: la muerte. El artículo prosigue en términos de enorme sensatez y realismo, sin hacer alarde de escándalo, sino reconociendo lo positivo que puede haber en esa mascaradita del Halloween, porque otra calificación no merece (yo estoy en contra de modo más radical, de esta fiesta importada y aprovechada, cómo no, por el comercio para vender disfraces y lo que venga bien).
Yo crecí en un clima de cariño familiar en el que el recuerdo de los que habían marchado a la Casa del padre era algo muy vivo. Y tuve, con temprana edad, la experiencia fuerte de esa realidad de ver y sentir la ausencia de alguien muy querido. Teniendo yo ocho años y só a un mes de habar recibido la Primera Comunión, vivi en dram familia de la fulminante enfermedad y muerte de la hermana menos de mi madre, mi tía Elena, a quien yo quería mucho, pues me trataba con mucho cariño, al ser yo el mayor de sus cuatro sobrinos.
Una infección en la sangre se la llevó en quince días, sin que nada pudieran hacer los médicos. Asistí a su sepultura y desde entonces todos los años en estas fechas entrañables acompañaba a mi madre a visitar la tumba de tía Elena, y también las de otros familiares cercanos: abuelos y tíos sobre todo, que se hallaban en otros lugares.. Al pasar por los patios del Cementerio San Eufrasio, de Jaén, mi tierra, podía contemplar lápidas de personas conocidas, en especial en la sección dedicada al cabildo catedral, donde descansaban los restos de sacerdotes que había conocido.
En el patio donde descansan los restos de mi tía, junto a los de su medre, deposité los de la mía y los de mi hermana menor, como dí sepultura a los restos de mi padre en patio diferente. Pues todas esto lo vivía y he seguido hasta hoy, con un sentimiento no de tragedia sino de profundo cariño y veneración, como lo vivían, y todavía viven, tantas personas que acuden a rezar ante los nicho y sepulturas donde se hallan los restos de sus seres queridos.
No podemos decir que esta entrañable y sentida costumbre se haya perdido, pero sí, como afirma la mencionada psicóloga, ha disminuido notoriamente, mientras pululan por las calles los niños con esos ridículos y aparentemente terroríficos disfraces, que no sabemos cuánto hayan costado a sus insensatos e inconscientes padres.
El pretexto es que tengan una alegría, pero ese sentimiento, que debe ser positivo, se suscita a costa de ridiculizar los aspectos más serios y trascendentes de la vida. Ahí está el factor de inconsciencia e irresponsabilidad de las jóvenes generaciones de padres, y con permisividad vergonzante de muchos abuelos incapaces de dar una sensata y sencilla explicación a los pequeños, tal vez por falta de la adecuada cultura e inquietud religiosa. Y también es una muestra de la desaparición de las actitudes y sentimientos que forman parte de lo que se llama “sentido familiar”.
La intrascendencia que domina a tales personas no se limita sólo a lo propiamente ‘religioso’, sino que lamina, triste es decirlo, la consciencia del valor de los vínculos familiares, de tal modo que los niños crecen en medio de un clima sociopsicológico de lo que podemos denominar “inmediatividad temporal”, con ausencia de la estima del árbol donde residen las raíces de la sucesión generacional.
En buena parte contribuye a esta pérdida la facilidad y la tendencia, a menudo necesaria, de los progenitores de buscar horizontes laborales en cualquier parte, sin que la pertenencia a un entorno donde se han sucedido las generaciones anteriores se mantenga con la fuerza y raigambre que ha caracterizado el mundo que nos precede.
Si tal carencia no se remedia mediante la oportuna información, los niños y jovencitos actuales desconocen el nexo y la procedencia de sus raíces familiares. Y tiene mucha menos importancia el haber nacido en la misma tierra de sus padres y abuelos, porque esos padres salieron de su lugar de origen en busca de mejores, y a veces únicas, posibilidades de desenvolvimiento profesional.
El fenómeno migratorio no afecta sólo a las turbas de transcontinentales que arriban a los países de Occidente, sino que viene dándose desde hace tiempo dentro de los propios países, de una región a otra. Y esto tiene consecuencias existenciales como las que estamos comentando respecto a la memoria de los antepasados difuntos, cuyos restos tal vez yacen olvidados en cementerios de ciudades y pueblos diferentes y lejanos del actual entorno vivencial.
Además, y mirando el fenómeno que motiva este artículo con mayor profundidad, todo este proceder es, en realidad, parte del innegable y creciente proceso de apostasía de la fe para quedarse en un nivel de superficialidad e intrascendencia que muchos toman como signo de ‘modernidad’, aparte de rendir tributo de aceptación a aspectos y costumbres importadas, con un matiz de vulgar seguimiento de tales modas.
¿Qué hacer ante este fenómeno psicosocial? No es fácil. Sería necesaria una nueva conscienciación de los rasgos valiosos que encierra lo pasado para poder transmitirlo a las nuevas generaciones, que con enorme frecuencia, crecen apegadas a la facilidad del móvil y la tablet, que son medios utilizados por la cultura publicitaria que sirve elementos carentes del sentido profundo que permite mantener la valía supratemporal que hace de la vida un acontecimiento con sólidas raíces capaces de superar la superficialidad de lo meramente transitorio.