El Cascabel de Clara

Clara conocía el suelo mejor que nadie. Conocía sus texturas: la aspereza de la gravilla del jardín, la frialdad súbita del mármol de la entrada, la tibia rugosidad de los ladrillos del patio. Su vida era una sucesión de planos inclinados y superficies traicioneras que sus piernas, débiles y desobedientes, no podían dominar. Cada caída era un pequeño funeral de su dignidad, un recordatorio cruel de su torpeza, y un susurro amargo en su oído: «Inútil».

Pero en su universo de tropiezos y moretones, existía un astro fijo: Iván.

Iván no era un héroe al uso. No llegaba con estruendo ni proclamaba soluciones grandilocuentes. Era simplemente él, un chico de su edad, con las rodillas llenas de arañazos de sus propias correrías y una tranquilidad que parecía envolverlo como una atmósfera. Llevaban años siendo amigos, un hecho tan natural e incuestionable como la salida del sol.

Un día, en el patio de la escuela, el suelo se le escurrió de nuevo a Clara. Cayó de lado, con un golpe sordo que le arrancó el aire. La frustración, más dolorosa que el impacto, subió como la lava por su garganta, «Malditas piernas», pensó, apretando los puños, sintiendo el calor de la humillación en sus mejillas. Las lágrimas empezaban a nublarle la vista, preparándose para un desfile de autocompasión.

Pero antes de que la primera lágrima pudiera trazar su camino, una sombra se cernió sobre ella. Era Iván.

No dijo «¿estás bien?». No se alarmó. No hubo en sus ojos ese brillo de lástima que Clara detestaba. En su lugar, se arrodilló a su lado, sus ojos verdes brillando con una luz familiar y tranquila.

Y entonces, sucedió. Sin prisas, como si estuvieran compartiendo un secreto, Iván comenzó a contar un disparate sobre una ardilla que había visto robando la merienda del conserje y que, en su huida, se puso el gorro de lana del abuelo de la señora de la biblioteca. No era el chiste en sí, era la manera: la voz serpenteante, los detalles absurdos, la naturalidad con la que transformaba un momento de drama en una escena de comedia.

De la boca de Clara, antes de que ella pudiera detenerla, brotó una risa. No fue una sonrisa, ni una risita. Fue una risa clara, cristalina, que sonó exactamente como un cascabel agitado por el viento. Un sonido puro y alegre que cortó de cuajo la tensión y tiñó el mundo de un color nuevo.

Mientras esa risa, ese cascabel, aún resonaba en el aire, Iván, con un movimiento fluido que parecía coreografiado por el tiempo, le pasó un brazo por los hombros y otro bajo sus rodillas. «Vamos, torpe», dijo, y su voz no era un reproche, sino un término cariñoso, un apodo secreto. La levantó con una facilidad que desmentía su complexión delgada, como si el peso de Clara fuera el de una pluma.

Ella se aferró a su cuello, y el mundo, que un segundo antes era un enemigo, volvió a su eje. La risa se apagó, pero en su lugar quedó una sonrisa. La sonrisa que solo Iván sabía dibujar en su rostro. Una curva suave y genuina que iluminaba sus ojos y borraba cualquier rastro de dolor.

Porque ese era el verdadero milagro. Iván no solo la ayudaba a levantarse del suelo; la ayudaba a levantarse de su desesperanza. Su risa no era un simple parche, era un bálsamo, un conjuro que transformaba la amargura en un recuerdo cómico. Él, sin pretenderlo, sin siquiera ser consciente de la enormidad de su acto, lo hacía todo. Hacía que el mundo fuera soportable. Hacía que valiera la pena ponerse de pie una y otra vez.

Clara lo sabía, con una certeza que le calentaba el pecho incluso en los días más grises. Iván era su amigo. Y sin esa sonrisa que él, solo con su presencia, sabía sacarle cada vez que sus miradas se encontraban, ella ya no podría vivir. Porque su amistad era el suelo firme que sus piernas nunca le habían dado, y su risa, el cascabel que sonaba cada vez que elegía, una vez más, seguir adelante.

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