GOZO Y PESAR DE LA NAVIDAD

Una meditación posnavideña

PRELUDIO: Lo que se ve y lo que se olvida.

Se terminó el tiempo navideño. La liturgia, por la exigencia cronológica de celebrar y presentar en un año la densidad del misterio de la Encarnación. Hay un enorme ‘salto’, desde la infancia de Jesús a su bautismo en el Jordán, y el inicio de su vida pública, ya con “unos treinta años” (Lc 3,23). Pasamos, litúrgicamente, de las alegrías de belén y Nazaret al drama de Jesús, que culminará en el Calvario y en su triunfo pascual.

Todo lo que hemos celebrado tiene un color muy gozoso, un tanto ingenuo y con matices infantiles. Pero, ¿de verdad fue todo tan alegre y simpático? Vayamos a las fuentes de los hechos, tal como nos han llegado, los evangelios de Mateo y Lucas. Cuidado, escépticos, sabios ‘enteraillos’: nada de disquisiciones eruditas. Desde la fe, vamos a atenernos a lo que nos cuentan los testigos, fuera cual fuere el modo como llegaron a plasmarse estos acontecimientos. Claro que hubo gozo (y asombro) en los protagonistas, María y José de Nazaret.  Pero su acontecer estuvo plagado de riesgos y pesares que nos saltamos “a la torera” para quedarnos en lo “divertido”, o en lo fascinante si lo miramos con devoción. Sobre esto quiere meditar un creyente que no acaba de sentirse asombrado y aún abrumado por la neta realidad de los hechos. ¿Vamos a verlo?

CONSCIENCIA (con “s”, como concepto psicológico y no ético), e INCONSCIENCIA

CELEBRACIONES GOZOSAS     

La multiplicidad de aspectos festivos, tanto públicos como en familia o amigos, da a estos días un estilo gozoso, como hemos dicho, aunque muchos no tienen ni idea del por qué de tales celebraciones (pensemos en los países del Extremo Oriente, que han adoptado el estilo del Occidente cristianizado, aunque su fe se apoya en otras creencias).

Pero el caso es que se está celebrando algo decisivo, según la  convicción cristiana (más que judaica): la increíble intervención de Dios en la Historia (por desgracia, muchos cristianos no creen en estos misterios divinos): “Cuando llegó el tiempo culminante envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gal 4,4). Así que estos veintipico siglos que han pasado desde aquel lejano 25 de diciembre del año 1 de la ‘era normal’ son “el tiempo culminante”, en el que estamos, según los inexplicables planes de Dios, para quien no cuenta el tiempo. Ya va durando un “porrón” de años, y los que les queden, para la limitación de nuestra paciencia.

Pero el cúmulo de misteriosas celebraciones, que encierra ese “mundo” llamado “liturgia“, nos convocó para conmemorar el 2024 aniversario de tal acontecimiento: la venida al mundo del Hijo de Dios, nacido de mujer. La esposa virgen de un matrimonio de jóvenes judíos, que tuvieron que refugiarse en una cueva-establo en las afueras de Belén, dio a luz un niño y lo tuvo que reclinar en el montón de paja de un pesebre. Esto, que se ha considerado el momento culminante de la historia de la humanidad, pasó entonces totalmente inadvertido, pero a la vuelta de los años, por obra de la predicación de quienes siguieron a dicha criatura en su azarosa vida pública, ha dado lugar a este despliegue de festejos.

LITURGIA Y MÚSICA PARA EL GOZO

La celebración litúrgica navideña, con todo el misterio y júbilo de los cantos angélicos como impulso, fue expresada primeramente por el canto eclesial. Pero el sentir piadoso y admirado de los cristianos a lo largo de siglos ha originado otro fenómeno singular: la música inspirada en el acontecimiento gozoso. Es impresionante contemplar (auditivamente) las maravillas que los genios musicales han dedicado a exaltar la Navidad. Con Bach a la cabeza, y las  tres cantatas de su Oratorio de Navidad, pero otros varios en años y siglos anteriores, los maestros de la polifonía han compuesto páginas de una sublimidad inestimable, continuadas por las obras del mundo sinfónico.

También el sentir popular ha expresado en ingenuos y deliciosos villancicos el gozoso sentimiento de los creyentes. Hay de todo en ellos, muchos con letras llenas de gracejo, pero también los hay con esencia hondamente teológica, por ejemplo, como modélico, el “Dime, Niño de quién eres, todo vestido de blanco”…”Soy de la Virgen María y del Espíritu Santo” ¡Ahí queda!: ¿Cabe mayor esencia cristológica?.

GOZO Y PESAR DE LA REVELACIÓN A MARÍA Y JOSÉ

Todo lo dicho es la expresión formal y popular de los gozos de María y José ante el misterio que se les revela y viven: Los pastores, avisados por un ángel; los Magos, sabios que interpretan un fenómeno astronómico en clave de revelación; los ancianos Simeón y Ana, que profetizan sobre este Niño y su Madre.

Gozo y alegría, sí. Pero también, como fundido en una joya de excepcional valor, que supera toda capacidad de comprensión humana, se nos muestra el pesar, la contradicción, que marcará definitivamente la existencia de este Niño, que ha descendido desde el seno más profundo y misterioso del eterno Dios viviente y ha tomado “la condición de esclavo, para pasar (por la vida) como un hombre cualquiera” (Flp 2, 3-4). Y ha asociado a su incomprensible “aventura” a dos sencillas criaturas, que ven traspasadas sus existencias por el misterio del dolor, en sorpresivos sucesos inesperados.

PESAR DE LA NAVIDAD

Si hacemos abstracción de todos los aspectos jubilosos y luminosos que se concentran en los días navideños, advertiremos cuánto tuvieron que sufrir María y José a causa de la venida al mundo de este Niño, que les cambió por completo la trayectoria de sus vidas de sencillos paisanos de un pueblecillo irrelevante y los lanzó a la turbamulta del acontecer de la Historia bajo la mano del Dios de su fe.

¿Podemos imaginar, y contemplar con irresistible asombro, cuánto tuvieron que pasar, por un lado, esta jovencita recién salida de la adolescencia, y ese hombre bueno, sinceramente fiel a la fe de su religión judaica? ¿Hacemos un sobrio recuento de lo que nos narran aquellos dos evangelistas? Ante todo, por lo que respecta a María, el misterio de su concepción, la visita inexplicable del personaje celestial y su propuesta, más inexplicable aún, que ella, con una docilidad pasmosa, acepta, sabiendo que su proyectado matrimonio va a quedar truncado. ¿Y José? ¡Qué hombre tan admirable! ¿Podemos conjeturar su sorpresa y su confusión ante “lo que se le vino encima“? ¡Cuántas noches en vela, abrumado de pesar! No hacemos consideraciones piadosas ni exegéticas; hágaselas, si puede, el lector.

Pero sigamos: José, avisado, ¡en sueños!, del origen de tal embarazo, acepta a su joven prometida (que sigue virgen y no parece haberle explicado ni pío), con su “encarguito“, y asume el estilo de vida que ello supone. De relación conyugal “íntima”, nada: VIRGINIDAD ABSOLUTA, y, en consecuencia, paternidad tan solo jurídico-legal respecto a aquel Niño, que, por si acaso, pronto se encargó de “remachar” su “extraña condición“, tras haber dado un “susto de muerte” a sus padres en Jesusalén, como le dijo la Madre al encontrarlo, tan tranquilo, entre los admirados doctores de la ley.

Pero antes de esa escena del superinteligente chaval (según el asombro de los “leguleyos” rabinos), pasaron unas cuentas cosas muy poco satisfactorias, entreveradas con sorpresas gozosas. Lo primero, el viaje desde Nazaret a Belén, para cumplir con el mandato del entonces “señor del mundo”, el Emperador romano Octavio: Una muchacha “en avanzado estado de gestación” debe dejar su sencillo pero aseado hogar, donde todo lo tenía preparado para la llegada del Niño. Mujer previsora, habría hecho la ropita para envolver al nacido, y hasta se puede suponer que le habría pedido a José que hiciera una cuna, como canta un villancico: “Este Niño bendito no tiene cuna; su padre, que es carpintero, que le haga una”. Pues, nada de lo proyectado. Hala, a montarla en el borrico, con toda la incomodidad de su estado, y marchar por aquellos caminos escabrosos, haciendo noches en los pobres alojamientos para los peregrinos de entonces a Jerusalén. Y al llegar a Belén, se encuentran la posada llena. A María se le viene el parto y se refugian en un establo de las afueras (“Mirad qué aposentadores, tuvo la divina cámara: verdín por tapicería y por cortinajes, zarzas”, cantará el insigne Gerardo Diego). Y allí, en la oscuridad y con el mal olor de los animales (¿pudo José hacer algo de fuego?), da a luz a su precioso Niño y, como nos cuenta Lucas, “lo envolvió en pañales (haría un hatillo en Nazaret) (y lo recostó en un pesebre” (Lc 2, 6-7) (¡cuántas letras ingenuas de cantos y de geniales poetas sobre las pajas: “Ved, Niño Dios, que sois fuego y estáis sobre un haz de pajas”).

Todo delicioso para nosotros, a veinte siglos de distancia. Pero ellos, ¡qué apuro y qué pesar!  El evangelio lucano no se entretiene en estos rasgos adversos, de los que un novelista actual hubiera sacado partido. En contraste, nos narra la sorpresa de la llegada de unos pastores que cuentan a los padres ¡que han sido avisados por un ángel!, y que aquel Niño es, nada menos que, el Salvador del mundo, el Mesías esperado de Israel. Cómo recordaría María en su ancianidad, hasta el mínimo detalle de aquel difícil suceso, que tantas veces habría meditado en su corazón, al contárselo al discípulo que indagaba, de parte del “cronista” gentil, cómo había nacido el Señor Jesús.

María y José vivieron con total paciencia aquel suceso, por medio del cual (cumplir con el censo imperial) la Providencia hizo que el Mesías anunciado por los profetas, naciera en el pueblo de su antecesor, el rey David.

NUEVAS VIVENCIAS GOZOSAS.

Pero en aquello no terminó todo. La pareja nazarena debió encontrar casa en el pueblo y se esperó a cumplir con la ley de la presentación del Niño e imposición de su misterioso nombre (Jesús: Yoshúa en hebreo: Dios salva), y la purificación de María, todo en el templo de Jerusalén. Casi mes y medio de espera.

En esos actos legales fueron protagonistas de otro hecho gozoso, inesperado: al presentar al Niño, un par de ancianos les salieron al paso y dijeron cosas que tenían aire profético sobre aquel recién nacido y su madre. Otra vez lo mismo que los pastores en la noche del parto: Aquel Niño era el salvador esperado por Israel y por el mundo. Los padres no salían de su asombro (Lc 2, 33), aunque María también debió escuchar unas palabras del anciano Simeón que la llenaron de confusión y temor para siempre: iba ser probada por un dolor intenso, como una puñalada en el corazón.

Pocos días más debieron quedarse en Belén María y José, antes de regresar a Galilea. Y, posiblemente, fue entonces cuando vivieron el tercer suceso gozoso, que les pudo aumentar el asombro: Uno de aquellos días vieron llegar a unos sabios orientales, unos magos, que dijeron haber observado la aparición de una estrella inusual en el firmamento, que ellos interpretaron como signo del cielo: en Judea había nacido el rey esperado tantos siglos.

Se pusieron en camino hacia Jerusalén, donde preguntaron. Los sabios rabinos les habían dado la pista exacta: debían ir a Belén. Al hacerlo, ¡la estrella prodigiosa apareció de nuevo!, y los condujo hasta la misma casa donde estaba el Niño con sus padres. Humildes creyentes, aquellos sabios astrólogos no dudaron en adorar al Niño y ofrecerle unos dones regios: oro, incienso y mirra.

ULTIMO HECHO PENOSO: HUIDA NOCTURNA.  

Y CONCLUSIÓN

Sin embargo, un nuevo suceso vino a llenar de temor a José y María, cuando, posiblemente, preparaban su regreso a Nazaret: Una noche, después de marcharse los magos, José recibió, ¡otra vez en sueños!, una tajante orden de Dios: Debía coger esa noche al Niño y a su madre, marchar a toda prisa a Egipto y quedarse allí hasta nuevo aviso. La vida del Niño corría peligro por la decisión del rey Herodes de matar a Jesús. Así lo hizo el buen israelita, y con el pesar de esta huida nocturna concluyeron los sorprendentes acontecimientos vividos por estos elegidos de Dios para unirlos a su misterioso y grave proyecto de salvación (Mt 2, 13.15). Tal vez, hasta mucho después, no supieron la trágica muerte de los niños pequeños de Belén a causa del temor del tirano idumeo Herodes de sufrir una conspiración que le privara del trono.

Yo contemplo la Navidad como el gozoso acontecimiento que trajo al mundo la salvación, más a costa del sufrimiento y muerte del propio Salvador. Y quién sabe si, por esta consciencia, en una tierra de extrema sensibilidad religiosa, como es Sevilla, el final de la Navidad, en el día de Reyes, se vive con la veneración de esa “teofanía del dolor de Dios“, que es la escalofriante imagen de Jesús del Gran Poder.                 

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