“En el templo entra María
más que nunca pura y blanca.
Luces del mármol arranca.
Reflejos al oro envía.
Va el Cordero entre la nieve,
La Virgen nevando al Niño,
Nevando a puro cariño
este blanco vellón leve.
La Pureza ¡oh maravilla!,
Quiere tornarse más pura,
Y Jesús, de su blancura,
Le baña frente y mejilla.”
Gerardo Diego:
Glosa de la Purificación (fragmentos).
¡Oh maravilla!, sentimos, al bañarnos con estos versos divinos del más fino y espiritual de los poetas de la Generación del 27, Gerardo Diego, relegado al silencio del olvido por la progresía siniestra, que se queda sólo en un García Lorca y un Alberti, justos poetas, pero insuficientes. ¿Habrá más ternura, más elegancia sonora, más ‘vuelo musical’ para cantar el misterio conclusivo de la Navidad?
El eximio poeta tiene también una obra de teatro de tema navideño, “El cerezo y la palmera”, que se estrenó en Madrid el 22 de diciembre de 1962. Es obra de sublimes acentos, como lo son todos sus abundantes versos divinos, gran parte de ellos dedicados a la Virgen María, entre los cuales se halla esta “Glosa de la Purificación de María”, que nos seduce divinamente por su delicadeza.
Porque la festividad de la Candelaria, la fiesta cristiana de Santa María de la Candelaria, el 2 de febrero de cada año, es fiesta de profunda y ancestral antigüedad, hoy casi olvidada, salvo por la liturgia de las catedrales, con los cabildos revestidos de ornamentos, en solemne procesión por las extensas naves y deambulatorios, como pude ver en la inmensa catedral de Sevilla.
Esta fiesta, en recuerdo de la Presentación del Niño Jesús en el templo y Purificación de la Virgen, comenzó a celebrarse en la Iglesia oriental en torno al siglo V y poco después pasó a la Iglesia Latina. Aquel gran liturgista y humanista de talla universal que fue Joseph Ratzinger, el Papa Benedicto XVI, tiene una preciosa meditación sobre esta festividad en su libro “El resplandor de Dios en nuestro tiempo” (Herder, Barcelona, 2005). En ella que comienza acusando el olvido en que ha caído esta fiesta, en la que se reúnen varios cauces históricos, pues enlaza incluso con fiestas de la Roma pagana. Y destaca el significado del título, que ha sustituido al primitivo, denominado “Encuentro”: el encuentro de la vida pagana con la nueva vida que trae el cristianismo y el encuentro de la antigua alianza mosaica con la nueva, apostólica. El encuentro de la Luz (Cristo) con el caos (lo pagano mundanal). Y esa Luz es portada por la Aurora, por el amanecer de la nueva vida, representada en la Pureza de María.
En Roma hubo unas fiestas denominadas “Amburbale”, con un desfile ruidoso y desenfrenado de significado mágico, que pretendía liberar a la ciudad de todos los poderes malignos. La fiesta cristiana transforma este caos al celebrar el encuentro de la Vida nueva, representada en Jesús niño, con el anciano Simeón, que espera la salvación que se le ha prometido y rompe en alabanzas al reconocer en ese Niño la “luz que ilumina las naciones”. (Lc 2, 32). Por cierto, que el espíritu luterano mantuvo esta fiesta y a ella dedica Juan Sebastián Bach la tal vez más entrañable y tierna de sus cantatas, la 82, una cantata para barítono-bajo, en la que el solista encarna la agradecida voz del anciano que ve cumplidas sus esperanzas y afirma poder morir en paz.
Fiesta contrastante, de doble significancia, gozosa y dramática. Es final del periodo de Navidad, con sus alegres villancicos expresivos de la llegada de la Luz, Jesús de Nazaret. Pero es preludio de seriedad penitencial, la Cuaresma, que se centra en la contemplación de la obra evangelizadora de Jesús y su doloroso rechazo por el pueblo de Israel, que culmina en el drama de la Cruz. Porque la Profecía del anciano Simeón contiene ya el anuncio del trágico destino de ese Niño, ‘Luz de las naciones’, “puesto como signo de contradicción y causa de que muchos caigan y se levanten. Y a ti -dice a María- una espada te traspasará el corazón” (Lc 2, 34-3). Pronto iba María a experimentar esta espada, al tener que huir a Egipto para salvar la vida del Niño (Mt 2, 13-14).
Lo que se afirma y celebra en esta fiesta de las candelas, comenta el papa Ratzinger, es más que el eterno retorno de morir para devenir. Es más que el consuelo de que, a la desaparición de una generación, sigue, una y otra vez, una nueva con renovadas esperanzas e ideas. Es más, porque ese Niño que entra en el templo en brazos de su madre (la luz en el candelero) es esperanza para todos porque es una esperanza que trasciende la muerte.
“Ego sum lux mundi” (“Yo soy la luz del mundo”), dirá Jesús de sí mismo, y reafirma: “El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Ante esta antigua fiesta y su profnndo significado yo me pregunto y te pregunto: ¿Es Jesús Luz para mí, Luz para tí, que nos permite caminar, o es ‘signo de contradicción’, como lo es para la actual sociedad autosuficiente, que ha prescindido de esta fiesta y de su Eje de significación, Jesús vivo y resucitado? ¿Estoy en la Luz o estoy caminando en la confusión de la tiniebla, en el caos de la profanidad y el desenfreno o el descuido? ¿Me apoyo en un ‘yoísmo’ que, al final, me desorienta y confunde? ¿Cuál es mi norte, mi estrella polar, mi oriente?
¡Feliz fiesta de las candelas!; que su Luz se encienda de las manos de María y se mantenga para guiar mis pasos a pleno día.