“El poder y la gloria”, título de una conocida novela, llevada al cine, del famoso novelista inglés, converso al catolicismo, Graham Greene, que hemos tomado para proseguir los comentarios al gran evento de dimensión mundial en que ha consistido el fallecimiento de la reina Isabel II y el grandioso conjunto de actos que le han sucedido.
No vamos a reiterar el testimonio de nuestra admiración ante la magnificencia y el nivel de altura que han tenido todas las celebraciones, con aceptación de la mayoría de los propios ciudadanos y de los muchos venidos de fuera para contemplar los actos.
Ya hemos expresado nuestra opinión acerca de las actitudes y comportamientos suscitados en diversos ámbitos sociales, en especial en España. Algo habrá que añadir, sin embargo, acerca de una de las cuestiones que más han trascendido en la escena pública española.
TRASCENDENCIA FUNDAMENTAL
Estimamos mucho más interesante que plegarnos a la facilonería mediática el llamar la atención sobre un acto, el último de todo el gran conjunto, celebrado ya con carácter, digamos, menos oficial y multitudinario, sino en los límites de un recinto más recogido que la gran abadía de Westminster, y la ingente cantidad de fuerzas militares que han custodiado y trasladado los restos de la Reina.
Transportado el féretro, ya en un vehículo automóvil, desde la abadía matriz de la iglesia anglicana hasta el castillo de Windsor, que cuenta igualmente con un templo de bella arquitectura gótica, los restos de la soberana inglesa fueron colocados en un túmulo delante del presbiterio. Allí se celebró por el Deán de la misma iglesia un acto de enorme significado, al que fueron invitados un importante en número, pero con reducido carácter de privacidad, en la que estaban ausentes todos los altos representantes políticos asistentes al solemne funeral.
Era éste un acto como ‘de familia’, si bien los numerosos asientos de la iglesia estaban ocupados por una no pequeña cantidad de invitados, por ejemplo el rey de España, acompañado de su esposa, Doña Sofía, ante la justificada ausencia de la reina Leticia. Como es natural, todos los miembros de la familia real inglesa estaban en los primeros lugares, pues el rey Carlos III fue partícipe de la sobria pero solemne celebración.
Y, ¿en qué consistió esencialmente el acto? Pues en una ceremonia netamente religiosa (¡Sí, religiosa, individuos agnósticos!), de tal trascendencia que me atrevo a afirmar que no cede en valor a la pompa y suntuosidad de la habida en Westminster ante miles de personas.
El acto fue previo al escalofriante y lento descenso del túmulo con el ataúd hasta la cripta inferior del templo. Pero ese féretro conteniendo los restos de Isabel II iba desprovisto de todos los formidables atributos del poder que la reina había detentado durante tantos años sobre un ingente número de países que integran la Commonwealth.
Algún vulgar medio informativo ha dado su noticia utilizando un término carente de elegancia (lo propio de la ignorante envidia de muchos informadores mediocres); ha dicho “el despojo de las joyas de la Corona”. En realidad ha habido despojo, pero no como un descarado y mundano acto contra la excelencia y la superioridad. Los términos adecuados lo han sido por los informadores honrados, conscientes del gran significado del acto. Se ha denominado con justeza: “La devolución a Dios de los signos de la Corona”.
¿Cabe mayor referencia del origen divino del poder, tan apetecido ahora en nombre de un falso origen que proclama el ateísmo ilustrado: el poder lo otorga ‘el pueblo’, es la democracia constitucional.
“TODO PARA EL HONOR DE DIOS”
No sé si ese era el lema propio del insigne Thomas Becket, el santo arzobispo de Canterbury y mártir inglés del siglo XII, pero así se denominó la obra teatral que lo presentaba.
Pues, sobre el féretro de la Reina Isabel II, además de la preciosa corona de flores, descansaban tres magníficos objetos que poseen un simbolismo extraordinario: el cetro, la esfera del mundo y la corona de los monarcas ingleses. Símbolos expresivos del poder y la gloria del mundo, PERO ¡ATENCIÓN!: Tomen nota los zascandiles que pugnan por exhibir de muy diversas formas su frágil y transitorio poderío: ¿Qué hicieron con aquellos tres símbolos de valor universal que descansaban sobre el túmulo regio? Muy importante: Con toda lentitud y solemnidad, un caballero fue retirando cada uno de ellos y entregándolos a tres respectivos nobles que se los transfirieron al Dean de la capilla, quien los fue colocando sobre tres cojines depositados en el altar.
O sea, que allí se estaba afirmando algo que proclama la fe cristiana: todo poder viene de Dios, y por tanto, cuando el titular por un tiempo fallece, ese poder debe volver a Dios.
Pero hubo más: tras la anterior ceremonia, el rey Carlos III, acompañado de un noble que portaba una vara, salió al presbiterio y se colocaron ambos ante el túmulo. Un militar entregó al rey la bandera personal de la Reina, y el nuevo monarca la colocó sobre el féretro, por cierto con evidente, aunque contenida expresión de aflicción. Seguidamente, el noble acompañante elevó con dos manos la vara que portaba y la partió por la mitad, para seguidamente colocar las dos parte sobre el féretro real, ahora desprovisto de cualquier otro signo de poder.
Esa vara significaba el periodo de reinado de Isabel II, que de ese modo se daba por concluido. Ni más ni menos: ante el nuevo rey, aún sin recibir los signos de poder que se acababan de colocar en el altar, se mostraba con símbolo tan terrenal como una simple vara de madera, que quien descansaba sobre el túmulo aún presente, era una simple persona, una sencilla hija de Dios que había vuelto al seno virtual del que procedía, como cualquier otro cristiano.
¡Asombrosa lección de humildad en un tiempo en que los poderosos se afanan por aferrarse a los signos demostrativos de su poderío, aunque éste haya fenecido. Es la diferencia de creer en el origen auténtico del poder, por encima de apariencias hijas de un presuntuoso sentido de la vida y del mundo, que no reconoce la superior potencia, irrefutable e interminable, de la que procede el mundo, la persona y sus realizaciones.
Como proclama el ordinario de la misa, tras la consagración de las especies sacramentales: “Tuyo es el poder y la gloria, Señor”. Después, el túmulo descendió lentamente a la cripta regia. Era el fin.
LAS ‘COSAS’ (LAS PERSONAS) EN SU SITIO.
Pero dado el destino de estas reflexiones para el público español, algo hay que añadir, cuyo valor debemos atribuir (y agradecer) al estricto protocolo de la Casa Real inglesa
¡Cuánto se ha especulado sobre la presencia y lugar de ubicación del rey Don Juan Carlos I!. Con la mala fe y el espíritu de amargada actitud, se caviló con la posibilidad y hasta conveniencia de su presencia en el gran funeral. Si se llega a seguir la malvada tendencia de la mayoría de los medios españoles, se le hubiera privado de su derecho. Pero, afortunadamente, el que tenía el poder de decidir era el neutral protocolo regio de Londres. Y así, Don Juan Carlos, junto a su esposa, Doña Sofía, en virtud de su condición de reyes eméritos, pero reyes españoles al fin, fueron situados en el lugar de honor que les correspondía, y con los reyes reinantes, Don Felipe y Doña Leticia:
¡Qué maravilla para los amantes de la verdad y qué envidioso fastidio para la gentecilla de los falsamente poderosos chiquilicuatres de la desgraciada política española!.